Evangelio del domingo: Domingo de Ramos

Comentario del Domingo de Ramos (Ciclo C). En Semana Santa Jesús desea entrar a la ciudad de nuestra alma. Deseemos recibirlo con la humildad del borrico y de las palmas, con un corazón dispuesto a los sacramentos, cuidando las cosas pequeñas, en la sonrisa y en el servicio a los demás.

Evangelio (Lc 19,28-40)

Dicho esto, caminaba delante de ellos subiendo a Jerusalén.

Y cuando se acercó a Betfagé y Betania, junto al monte llamado de los Olivos, envió a dos discípulos, diciendo:

—Id a la aldea que está enfrente; al entrar en ella encontraréis un borrico atado, en el que todavía no ha montado nadie; desatadlo y traedlo. Y si alguien os pregunta por qué lo desatáis, le responderéis esto: «Porque el Señor lo necesita».

Los enviados fueron y lo encontraron tal como les había dicho. Al desatar el borrico sus amos les dijeron:

—¿Por qué desatáis el borrico?

—Porque el Señor lo necesita —contestaron ellos.

Se lo llevaron a Jesús. Y echando sus mantos sobre el borrico hicieron montar a Jesús. Según él avanzaba extendían sus mantos por el camino. Al acercarse, ya en la bajada del monte de los Olivos, toda la multitud de los discípulos, llena de alegría, comenzó a alabar a Dios en alta voz por todos los prodigios que habían visto, diciendo:

¡Bendito el Rey que viene en nombre del Señor!

¡Paz en el cielo y gloria en las alturas!

Algunos fariseos de entre la multitud le dijeron:

—Maestro, reprende a tus discípulos.

Él les respondió:

—Os digo que si éstos callan gritarán las piedras.


Comentario

Este domingo es considerado por la liturgia como el “Domingo de Ramos en la Pasión del Señor”, porque conmemora la entrada de Cristo en Jerusalén para consumar su Misterio Pascual. Por eso se leen desde muy antiguo dos evangelios en este día. Como explica el Papa Francisco, “esta celebración tiene como un doble sabor, dulce y amargo, es alegre y dolorosa, porque en ella celebramos la entrada del Señor en Jerusalén, aclamado por sus discípulos como rey, al mismo tiempo que se proclama solemnemente el relato del evangelio sobre su pasión. Por eso nuestro corazón siente ese doloroso contraste y experimenta en cierta medida lo que Jesús sintió en su corazón en ese día, el día en que se regocijó con sus amigos y lloró sobre Jerusalén”[1].

Benedicto XVI señala que el pasaje de la entrada triunfal “está cargado de referencias misteriosas”[2]. De la versión de Lucas podemos fijarnos en varias de ellas. Por un lado, Jesús desciende el Monte de los Olivos desde Betfagé y Betania, por donde se esperaba la entrada del Mesías. Con sus precisas instrucciones sobre el burro, Jesús emplea el derecho de los reyes a pedir una montura para uso personal. David mandó montar a su hijo Salomón sobre su propio burro para ser llevado a ungir como rey (1Re 1,33). El borriquillo estaba atado, como anunció Jacob que haría Judá con el suyo (Gn 49,11).

Por otro lado, la gente alfombraba con sus mantos el paso de Jesús, como hacían los habitantes de Jerusalén antiguamente en honor de los reyes (2Re 9,13). Y la multitud, llena de júbilo, empezó a cantar para Jesús una versión del Salmo 118: “¡Bendito el Rey que viene en nombre del Señor!”. Y también decían “paz en el cielo, gloria en las alturas”, palabras que nos recuerdan el canto de los ángeles, cuando Jesús nació en Belén (cfr. Lc 2,14), en la ciudad del rey David y del Mesías.

El trasfondo mesiánico de lo que estaba pasando no escapó a la observación de los fariseos, quienes pidieron escandalizados que Jesús reprendiera a sus discípulos. Pero el Maestro les señala la dureza de su corazón. Eran tan claras las señales del Mesías que hasta las piedras gritarían en su honor si ellos consiguieran callar a los discípulos. Y de hecho, como explica un Padre de la Iglesia, “una vez crucificado el Señor, ya que callaron sus conocidos por el temor que tenían, las piedras y las rocas le alabaron, porque, cuando expiró, la tierra tembló, las piedras se rompieron entre sí y los sepulcros se abrieron”[3].

“Así como entonces el Señor entró en la Ciudad Santa a lomos del asno –dice Benedicto XVI−, así también la Iglesia lo veía llegar siempre nuevamente bajo la humilde apariencia del pan y el vino”[4]. Por eso, la escena del domingo de Ramos se repite en cierto modo en nuestra propia vida. Jesús se acerca a la ciudad de nuestra alma a lomos de lo ordinario: en la sobriedad de los sacramentos; o en las suaves insinuaciones, como las que San Josemaría señalaba en su homilía sobre esta fiesta: “vive con puntualidad el cumplimiento del deber; sonríe a quien lo necesite, aunque tú tengas el alma dolorida; dedica, sin regateo, el tiempo necesario a la oración; acude en ayuda de quien te busca; practica la justicia, ampliándola con la gracia de la caridad”[5].

En este episodio también podemos contemplar con san Josemaría la figura del borrico: “Hay cientos de animales más hermosos, más hábiles y más crueles. Pero Cristo se fijó en él, para presentarse como rey ante el pueblo que lo aclamaba. Porque Jesús no sabe qué hacer con la astucia calculadora, con la crueldad de corazones fríos, con la hermosura vistosa pero hueca. Nuestro Señor estima la alegría de un corazón mozo, el paso sencillo, la voz sin falsete, los ojos limpios, el oído atento a su palabra de cariño. Así reina en el alma”[6]. Quien recibe a Jesús con humildad y sencillez, luego lo lleva a todas partes.


[1] Papa Francisco, Homilía, Domingo de Ramos 2017.

[2] Benedicto XVI, Jesús de Nazaret. Desde la Entrada en Jerusalén hasta la Resurrección, Ediciones Encuentro, Madrid 2011, p. 13s.

[3] Beda, Catena Áurea.

[4] Benedicto XVI, Jesús de Nazaret. Desde la Entrada en Jerusalén hasta la Resurrección, Ediciones Encuentro, Madrid 2011, p. 21.

[5] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 77.

[6] Ibídem, n. 181.

Pablo M. Edo // Grant Whitt - Unsplash