El matrimonio, un sacramento, un ideal y una vocación

El Fundador del Opus Dei difundió por el mundo amor a la familia. En unos tiempos en que la santidad parecía más bien cosa reservada a religiosos y sacerdotes, Dios se sirvió de él, para hacer ver a muchos matrimonios que la vida conyugal es un verdadero camino de santidad en la tierra.

Juan Caldés Lizana le conoció en unos días de retiro. Era septiembre de 1948. "Se abrió ante mí un mundo ilusionante al contemplar el matrimonio ("sacramento grande") como una auténtica vocación, un nuevo camino divino en la Tierra". Era un panorama inédito: todos llamados a una misma santidad, plenitud de vida cristiana; la familia, un "hogar luminoso y alegre, ocasión propicia para convertir la prosa diaria en endecasílabo, verso heroico"; los padres, "sembradores de paz y alegría"; y los hijos, gaudium meum et corona mea ("mi alegría y mi corona"). Esta última fue la frase que el Fundador del Opus Dei estampó al dorso de una fotografía de los diez hijos de Juan Caldés, que vio en aquellas ideas de 1948 una profunda innovación sobre el papel de los laicos en la Iglesia.

A todos —solteros, casados, novios, sacerdotes— les movió siempre a bucear en las profundidades del amor, les previno contra la gran tentación del egoísmo —que impide resolver los problemas que esa pasión crea—, y les animó a huir de la sensualidad, porque —solía repetir— corta las alas del amor y empequeñece las cosas grandes para las que es capaz el corazón humano.

A los más jóvenes enseñaba lo que recogió en Camino, y reiteraba en 1974 con otras palabras a un grupo numeroso de muchachos en San Paulo: "Pido al Arcángel San Rafael que, como a Tobías, a los que hayan de formar una familia los lleve al encuentro de un amor de la tierra, limpio y bueno. Bendigo ese amor terreno vuestro, y bendigo vuestro futuro hogar. Y al Apóstol Juan, que tanto se enamoró de Cristo Jesús, y que fue valiente —el único hombre: los demás se escaparon— al pie de la Cruz de Cristo, cuando el Redentor era victorioso y parecía vencido; a ese discípulo joven, pero fuerte, le digo que os ayude, si es que el Señor os pide más".

Pocos días antes, también en San Paulo —como hizo siempre a lo largo de su vida—, proponía a personas casadas el cariño del noviazgo como modelo de su amor: "Que os queráis mucho. El amor de los cónyuges cristianos es como el vino, que se mejora con los años, y gana valor... Pues el amor vuestro es mucho más importante que el mejor vino del mundo. Es un tesoro espléndido, que el Señor os ha querido conceder. Conservadlo bien. ;No lo tiréis! ;Guardadlo!"

Partía del amor humano, para hacer comprender la riqueza santificadora que se encierra en los mil detalles de la vida cotidiana, que el alma enamorada sabe descubrir. Nada de extraño tiene, pues, que al esclarecer el sentido del matrimonio acentúe aspectos aparentemente triviales. Tuvo lugar también en San Paulo una conversación que refleja con exactitud el tono con que Mons. Escrivá de Balaguer solía dirigirse a quienes debían hacer santa su vida conyugal. Fue un diálogo movido —es casi imposible reproducirlo por escrito—, y entrecortado por la emoción de la persona que preguntaba. La primera interrupción fue del Fundador del Opus Dei, cuando ella dijo que estaba casada desde hacía 23 años y que tenía cinco hijos...

— "Oye, tú no dices la verdad... ¡Veintitrés años! ¡Tan joven y tan guapa!"

Le había preguntado cómo mantener y aumentar en su matrimonio el entusiasmo de los primeros tiempos.

"—Siéntate, hija mía, siéntate. Tú serás una... ¿Cómo se dice novia en portugués?"

—Namorada, apuntaron a Mons. Escrivá de Balaguer.

—"... una enamorada perenne, constante. Cada día debes ir a conquistar a tu marido, y él a ti.

Lograrás esto, si miras a tu marido como lo que es: una gran parte de tu corazón, ¡todo tu corazón!; si sabes que él es tuyo y tú eres de él; si recuerdas que tienes la obligación de hacerlo feliz, de participar de sus dichas y de sus penas, de su salud y de su enfermedad..."

Y Mons. Escrivá de Balaguer, como dirigiéndose a todas las esposas que estaban en el abarrotado salón del Palacio de las Convenciones en el Parque Anhembi, proseguía:

"Sabéis más que nadie en el mundo, porque el amor es sapientísimo. Cuando viene el marido del trabajo, de su labor, de su tarea profesional, que no te encuentre a ti rabiando. Arréglate, ponte guapa, y cuando pasen los años, arregla un poquito más la fachada, como se hace con las casas. ¡El te lo agradece tanto! Muchas veces, en los momentos de contradicción que habrá tenido en la labor, ha pensado en Dios y ha pensado en ti, y ha dicho: voy a ir a casa y... ¡qué bien!; allí encontraré un remanso de paz, de alegría, de cariño y de belleza; porque, para él, no hay nada en el mundo más bello que tú. (...) El día que viene cansado —y tú lo sabes, tú lo prevés—, te acuerdas de aquel plato que le gusta: esto se lo hago yo. Y no se lo dices, para no hacérselo pesar; lo sorprendes, y él te mira con una mirada... ¡y ya está! ¡Ya está!"

Mons. Escrivá de Balaguer hizo comprender a los matrimonios que el cariño se enrecia con las penas y dificultades de la vida. Como declaró a la directora de la revista Telva en febrero de 1968:

"Pobre concepto tiene del matrimonio —que es un sacramento, un ideal y una vocación—, el que piensa que el amor se acaba cuando empiezan las penas y los contratiempos, que la vida lleva siempre consigo. Es entonces cuando el cariño se enrecia. Las torrenteras de las penas y de las contrariedades no son capaces de anegar el verdadero amor: une más el sacrificio generosamente compartido. Como dice la Escritura, aquae multae —las muchas dificultades, físicas y morales— non potuerunt extinguere caritatem (Cant., VIII, 7), no podrán apagar el cariño".

Salvador Bernal, Mons. Josemaría Escrivá de Balguer, Apuntes sobre la vida del fundador del Opus Dei, pp. 44-49.