Hombres y mujeres humildes

"Para cumplir el deber divino, pensadlo bien -escribe Álvaro del Portillo al comentar la escena de la Visitación de la Virgen a su prima Santa Isabel-, no suponen obstáculo nuestras limitaciones, con las que el Señor ya cuenta; basta la humildad, porque Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes".

Por aquellos días se puso María en camino y marchó aprisa a la montaña, a una ciudad de Judá (Lucas I, 38) Ha conocido su vocación, y se mueve con seguridad dentro de los planes divinos. Visita a su prima Santa Isabel, y escucha de sus labios la alabanza de su fe: bienaventurada tu que has creído (Lc 1, 45). La fe de la Virgen se ha manifestado en una perfecta entrega a los designios de Dios; y por eso mismo es proclamada bienaventurada, feliz. La fidelidad se apoya siempre en la fides, en la fe, y sólo se resquebraja cuando se debilita la fe.

(…) Hemos recibido una llamada de Dios; una luz que nos ha llevado a ver lo que significa para cada uno de nosotros la vocación cristiana en medio del mundo. Como el Apóstol San Juan, estamos en condiciones de afirmar que hemos conocido y hemos creído en el amor que Dios nos tiene (1 Jn, 4, 16. Cfr. Juan 6, 69; 17, 8). La fidelidad a esa elección divina exige que vivamos de fe, sin detenernos ni excusarnos en lógicas humanas, de modo que quepa realmente afirmar de cada una y de cada uno: bienaventurada, bienaventurado tú que has creído.

(…)

Santa Isabel había saludado a la Virgen: bienaventurada tú que has creído, y nuestra Madre todo lo atribuye a Dios: glorifica mi alma al Señor, y se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador: porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava; por eso desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones. Porque ha hecho en mí cosas grandes el Todopoderoso, cuyo nombre es Santo (Lc 1, 46-49). La medida de su fe es su humildad sin medida. Aprendamos de Nuestra Señora. Si de veras anhelamos que el Maestro divino nos aumente la fe, seamos humildes. Reconozcamos nuestra bajeza día a día, con obras, desapareciendo, pisoteando hasta las más mínimas rebeldías del propio yo, y entonces podremos ser fieles. (…)

Para cumplir el deber divino, pensadlo bien, no suponen obstáculo nuestras limitaciones, con las que el Señor ya cuenta; basta la humildad, porque Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes (1 P 5,5). Si en alguna circunstancia estimas que te faltan fuerzas o cualidades, no olvides que Dios lo sabe y que te llamó y te creó -¡te amó y te ama!- así. Mirad, hermanos, vuestra vocación –escribe San Pablo a los de Corinto-: pues no hay entre vosotros muchos sabios según la carne, ni muchos poderosos, ni muchos nobles. Dios eligió, más bien, lo necio del mundo para confundir a los sabios, y lo débil del mundo para confundir a los fuertes; y lo vil y lo despreciable del mundo, lo que no es, para destruir lo que es, para que ninguno se gloríe delante de Dios (1 Co 1, 26-29). Bien claramente se nos muestra el sentido positivo de nuestra poquedad: para que ninguno se gloríe para que nadie piense que ha sido llamado por sus virtudes, o que las obras de Dios salen adelante sólo o principalmente con medios humanos.

El Señor permite que experimentemos la propia flaqueza, la desproporción entre nuestra miseria y la tarea que nos pide, para que caminemos siempre como hombres y mujeres humildes, y pongamos toda la seguridad en Él.” (Carta, 19-III-1992, n. 16-19, vol. III, n. 306-309)