San Josemaría, un buen comunicador

En el libro El hombre de Villa Tevere, se subraya el don de gentes y de lenguas que llevaban a san Josemaría a sintonizar con todos y a conectar a cada uno con Dios, sin distinciones de ninguna clase.

Un día del verano de 1966, Josemaría Escrivá, Álvaro del Portillo y Javier Echevarría van desde Il Castelletto del Trebbio a Florencia. Entran en un gran almacén de ropa para comerciantes detallistas. Convencen al encargado de que les venda sólo tres pantalones, a precio de por mayor, que es baratísimo: 600 liras (unas 60 pesetas), la unidad.

Mientras Álvaro y Javier escogen las tallas, pasan al probador, esperan a que se los envuelvan, pagan, etcétera, Josemaría ha tomado aparte a uno de los tenderos. Se interesa por su trabajo y por su descanso, por su familia y por su vida cristiana… También así, en un lugar de paso, con una persona a quien quizá no vuelva a ver nunca, Escrivá vive lo que escribe y predica: «Ser una brasa encendidísima, sin llamaradas que se vean de lejos: una brasa que ponga el primer punto de fuego, en cada corazón que trate…» (1)

El hombre de la tienda se queda removido y alentado, porque un sacerdote -él no sabe con quién ha estado hablando- se ha interesado por su vida y por su alma.

Al despedirse, el tendero les comenta a Álvaro y a Javier, con un guiño de simpática complicidad:

-Il vostro compagno non perde il tempo, eh, ma lo fa molto bene! (2)

De la A a la Z… Escrivá puede entrar en el corazón de sus amigos, porque antes se los ha metido en su propio corazón. Un cariño noble y sincero le da franquicia a la intimidad de ése y del otro y de aquél… Por ello, su apostolado será siempre personalísimo: «de amistad y confidencia». Y esa amistad leal con los hombres la apoya sobre el firme de una amistad leal con Dios. Él quiere a los hombres por lo que les quiere Dios. Busca en los hombres el rastro de Dios. Por eso, ningún amigo puede salirle «rana».

Josemaría tiene una facilidad prodigiosa para hacer amigos. Pero no es de esos hombres que confunden la amistad con la mera relación social, o con el trato de cortesía. No. Él sigue, atiende y cuida a sus amigos: les visita; les escribe; les invita a su casa; se interesa por su salud y por la marcha de sus trabajos; está al tanto de los sucesos alegres o tristes de su familia; saca tiempo de donde puede para ocuparse de su pequeña o grande necesidad; les hace un favor, si está en su mano; y, si llega la ocasión, da la cara por ellos. En dos palabras: sabe quererlos.

Este hombre, que hace apostolado con amistosa confidencialidad entre todo tipo de personas, desde la A de agricultores, albañiles, artistas, abades, arquitectos… hasta la Z de zapadores, zapateros, zoólogos, zurcidoras, sabe asimismo hablar a cada quien en su propio idioma, adaptándose a su mentalidad, sin trucar ni rebajar ni adulterar la verdad del mensaje. Es, ciertamente, un gran comunicador. En la conversación privada y en la predicación pública. En la penumbra del confesionario y bajo los focos del escenario. Escrivá conecta. Escrivá percute. Escrivá remueve. Escrivá imanta un seguimiento… Es un hombre con gancho, con punch, con pegada, con empuje, con arrastre… Pero le sale por una friolera su fuerza de liderazgo. Él no quiere llevar en ristre un cortejo de seguidores. Ni que le traten «como a un san Roque en la procesión». Lo único que le interesa es acercar a los hombres a Dios. Ya se ha dicho: conseguir que bajen el volumen ensordecedor de sus bafles y que en sus almas se haga el silencio… para que sólo suene Dios.

¿Y cuál es el márketing de este golpeador de conciencias? Un márketing sin efectos especiales, sin recursos de retórica, sin tácticas de penetración. Un márketing sin trampa ni cartón: la verdad, con don de lenguas. Que «no es hablar en necio al vulgo, para que entienda, sino hablar en sabio, en cristiano, de modo asequible, a todos». (3)

Materializa la doctrina, sin degradar los quilates de la palabra de Dios, con ejemplos de la vida misma, para que cada uno lo entienda como dicho en su propia lengua.

Y a Fernando Carrasco, vinatero, le enseña a poner en sus ratos de oración «ese mismo cuidado, ese arte, ese mimo… que pones en la crianza de tus vinos: porque tú eres ¡un poeta del vino!» (4).

El «comunicador» Escrivá se hace entender. Posee un indudable «don de lenguas». No sólo porque sepa decir las mismas cosas con palabras diversas, según los auditorios, que eso en definitiva es una técnica de oratoria; sino porque, sin escandalizar y sin herir, atina a clavar el dardo del mensaje exigente, pero balsamizando allí donde pueda quedar alguna irritación.

A unas irlandesas les anima a «vengarse» de los malos tratos que hayan recibido de los británicos, «con una contundente batida de oraciones», y a la vez les dice que no se consientan sentimientos victimistas, ni mucho menos revanchistas.

A los primeros alemanes que van a estudiar a Roma, reciente todavía la guerra mundial, les hace patente su solidaridad y su afecto, «porque habéis padecido, bajo el mando de un tirano… un canalla genocida». Duras palabras éstas, que aluden a Adolf Hitler.(5) Pero, pocos años después, a ésos y otros alemanes, les alertará, porque su pasión por el trabajo puede convertir sus vidas en unos cotos herméticos y egoístas adonde no tenga acceso nada que no sea materialmente rentable.

Y a los estadounidenses les pone ante la cara y la cruz de su poderío económico y de su influyente liderazgo mundial, como un desafío de responsabilidad hacia los demás.

Sí, se hace entender, y hablando con gentes de idiomas distintos del suyo. Marlies Kücking, políglota en registros germanos, sajones y latinos, recuerda su experiencia como traductora, durante varios años, en numerosas visitas de extranjeros, a los que Escrivá recibe, al final de la mañana, en Villa Tevere.

Cuando los visitantes ya están allí, esperando a que llegue el Padre, si son personas que van a verle por primera vez, suele producirse una situación de incertidumbre: ¿habla él… o tenemos que hablar nosotros? ¿qué le podemos contar? ¿cómo vamos a entendernos? ¿de qué modo se le saluda? ¿le parecerá bien que nos hagamos unas fotos?…

En cuanto el Padre entra en la salita, es como si se encendiese la luz: Escrivá llega sonriendo, llamándolos por sus nombres familiares, con los brazos extendidos como saliendo al encuentro de cada una, de cada uno… En ese mismo instante caen los envaramientos, las rigideces, los forzados cumplidos de una visita de cortesía. A los pocos segundos, ya están todos instalados en un clima de cordialidad, de simpatía, de confianza… ¡de familia! La traductora apenas tiene que intervenir, porque el Padre habla, pregunta, escucha, gasta una broma, se conmueve con esa pena que no tenían pensado contarle pero que, de pronto, fluye con espontaneidad… Los minutos transcurren en un abrir y cerrar de ojos. Sin embargo, cuando después, a modo de rewiew, Marlies les reproduzca en su propio idioma todo lo que han hablado, se asombrarán de que, en tan poco tiempo, se hayan podido abordar tantos temas, con tal intensidad y con tal hondura. (6)

Ahí concurren sus dotes de gran comunicador -lo que se suele llamar «don de gentes»- y su incapacidad casi metafísica para atender a las visitas con politesse de compromiso, con cuatro frases rutinarias, con una buena compostura para salir del paso. No. Escrivá entra a fondo. No trivializa. Toma esos momentos como «ocasiones irrepetibles». Pone talento y corazón. Exprime el jugo de cada segundo. Se da a sus «otros» con las veras del alma. Dicho de otro modo: ni siquiera con las visitas está «de visita».

Sin embargo, el auténtico porqué de una eficacia tan larga en unos encuentros tan cortos radica en otro factor: Josemaría Escrivá jamás recibe desde su cargo de presidente general, ni desde su rango de monseñor, ni desde su estatura de fundador: en todo momento -y con toda cabalidad- él es un sacerdote. Alguien que está ahí «puesto» para hacer el contacto entre los hombres y Dios. Y exactamente eso es lo que ocurre en cada una de esas visitas: sin necesidad de diccionarios, se hace el contacto.

Le toca vivir tiempos de «transa» y «cambalache», por parte de no pocos clérigos acomplejados, descolocados y de convicciones vacilantes. Tiempos en los que, con sospechosa facilidad, se expiden y se aplican etiquetas que encasillan, que descalifican, que maniatan y amordazan la libertad de las conciencias para tomar tal o cual actitud ante la fe y ante la moral. Escrivá, además de no tener miedo a esos rótulos, se rebela frente a ellos. Hace como con los tópicos y con las medias verdades-medias mentiras: los vuelve del revés y los vacía de carga intencional. Y esto, con desenvoltura, con desparpajo, y con valentía, porque se arriesga a hacerlo cara a públicos heterogéneos, masivos, anónimos, que le pueden salir por un registro incómodo. Públicos no «domesticados» y preferiblemente adultos, gran parte de ellos alejados de la fe o de la práctica religiosa, que, como él mismo les reconoce, «me podéis decir: ¡Este cura, que se vaya a su casa!»

Escrivá tiene demasiados «respetos divinos», para arrugarse ante las presiones de los «respetos humanos». Le trae sin cuidado el qué dirán, caer en gracia o caer en desgracia, tener buena o mala prensa…

También sale al paso de la simplista dicotomía que, en cualquier campo del pensamiento, pretende dividir a la humanidad en integristas y progresistas. Una bisección engañadora, capciosa, hecha desde unas claves de definición amañadas e impartidas por quienes a sí mismos se autoproclaman condottieri del progreso, e incluso predeterminan en qué dirección única se ha de mover ese progreso.

Escrivá no se anda con rodeos:

-El integrismo es como una momia… Y el progresismo, como un crío indómito que rompe todo lo que encuentra. Pero, sobre todo, son dos palabras criminales: el efecto que consiguen es que muchos, por miedo a que los etiqueten y los encasillen en una de ellas, no dicen la verdad de lo que piensan. (7)

Con un grito clarísimo de libertad inconformista, y desguazando la trampa conceptual, llegará a decir:

-No soy integrista ni progresista, sino sacerdote de Dios y amigo de la verdad. Tengo la libertad de los hijos de Dios: la que Cristo nos ha ganado en su cruz. Y me siento tan libre como un pájaro que va a buscar el alimento bueno donde lo encuentra. Nosotros amamos lo que es doctrina segura, y dejamos toda la libertad del mundo en lo opinable. Por eso, si alguno piensa que somos integristas o progresistas ¡miente! Somos hijos de la Iglesia de Cristo. Tomamos el alimento bueno… ¡y nadie puede quitarnos esa libertad!

Notas

1. Cfr. Forja, n. 9.

2. Relato de monseñor Javier Echevarría a la autora.

3. Cfr. Forja, n. 634.

4. Testimonio de monseñor César Ortiz-Echagüe (AGP, RHF T-04694).

5. Relato oral de don François Gondrand a la autora.

6. Testimonio de doña Marlies Kücking.

7. Testimonio de monseñor César Ortiz-Echagüe (AGP, RHF T-04694).

Pilar Urbano, El hombre de Villa Tevere, Plaza y Janés, Barcelona 1997, pp. 131 y ss