Complicidades divinas y humanas

En este episodio 'Fragmentos de historia' José Carlos Martín de la Hoz traza algunas pinceladas de la vida del médico guatemalteco, Ernesto Cofiño, cuyo proceso de canonización se encuentra en fase romana.

Ernesto Cofiño Ubico (Ciudad de Guatemala 1898-1991) fue el primer catedrático de Pediatría de la Universidad de San Carlos de Guatemala y director del hospital de san Juan de Dios de dicha ciudad. Se casó con Clemencia Samayoa con quien tuvo cinco hijos. En 1956 pidió la admisión como supernumerario del Opus Dei. A lo largo de su trayectoria fue defensor de la vida del no nacido, del nacido e impulsor de iniciativas asistenciales, médicas, profesionales y universitarias.

José Carlos Martín de la Hoz es licenciado en Ciencias Geológicas por la Universidad Complutense de Madrid y Doctor en Teología (Especialidad de Teología Histórica e Historia de la Teología) por la Universidad de Navarra. Miembro de la Academia de Historia Eclesiástica y autor de treinta libros, entre ellos “Complicidades divinas y humanas. Una semblanza del Dr. Cofiño”. Actualmente es director de la Oficina de las Causas de los Santos de la Prelatura del Opus Dei en España.


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El doctor Ernesto Cofiño (1899-1991) fue un pediatra, un enamorado defensor de la vida del no nacido, del nacido y de todo nacido. Como primer Catedrático de Pediatría de la Universidad San Carlos de Guatemala y director del hospital san Juan de Dios de la Ciudad, contribuyó a disminuir las tremendas cifras de mortalidad infantil con la que había comenzado el siglo XX en esas tierras.

Junto con Clemencia Samayoa formó un hogar cristiano donde nacieron cinco hijos y que todavía hoy constituyen una familia muy unida y extensa. Fue el primer supernumerario del Opus Dei en Centroamérica y su ejemplo perdura en el alma de muchos conciudadanos y más allá de las fronteras americanas. Murió con fama de santidad.

Su proceso de beatificación ha concluido la fase romana y el Santo Padre Francisco, en diciembre 2023, lo ha declarado Venerable Siervo de Dios, es decir, ha reconocido que vivió las virtudes cristianas en grado heroico y, por tanto, que puede ser propuesto como modelo de santidad para el pueblo cristiano.

La fama de santidad y de ser un buen intercesor delante de Dios para alcanzar dones y gracias del cielo sigue extendiéndose en muchos lugares del mundo y entre personas muy variadas, especialmente en Centroamérica, donde están documentados muchos favores, algunos de particular relevancia.

Hace casi dos años viajé a Costa Rica, Guatemala y Honduras y tuve la suerte de conocer y tratar a muchas personas que habían convivido con el Doctor Cofiño y seguían impresionados por su vitalidad y su categoría humana y sobrenatural. Asimismo, escuché de primera mano narraciones de favores y gracias obtenidos de Dios por intercesión del Doctor Ernesto Cofiño.

Recoger esos recuerdos y esas gracias y ponerlas por escrito en una sencilla semblanza me ha parecido la mejor manera de agradecer el cariño, la confianza y la delicada atención con la que me trataron en aquellas semanas inolvidables en esas tierras donde se conserva tanta fe y sentido cristiano.

Algunos momentos claves de la vida de Ernesto Cofiño

El terremoto que asoló la Ciudad de Guatemala el 24 de enero de 1918 apenas dejó en pie nada de valor. Parecía como un manotazo de la naturaleza a un pueblo que había sufrido muchas veces el zarpazo de los temblores.

En medio del desconcierto y la desolación, el padre de Ernesto le llamó y le dijo: «Toma hijo mío todo el dinero que tenemos en la familia y marcha a París a estudiar medicina, como era tu deseo y cuando vuelvas ya veremos lo que haremos».

Efectivamente, Ernesto estuvo diez años en París (1919-1929), donde estudió la carrera de medicina, con los mejores maestros y, tras superar una rigurosa selección logró realizar la especialidad de pediatría, trabajar en los mejores hospitales de Francia y desarrollar investigaciones de interés.

Tenía la doble nacionalidad francesa y guatemalteca, hablaba muy bien el francés, estaba plenamente incorporado a la sociedad de París, había comenzado a ganar dinero y podría haber sido un hombre feliz en Europa. Pero, finalmente, decidió regresar a su tierra para ayudar a su familia y para colaborar en la disminución de las tasas de mortalidad infantil y especialmente la tuberculosis infantil que estaba extendiéndose por Centroamérica al aportar la ciencia que había aprendido en Francia.

Ernesto regresó a su tierra. Inmediatamente las autoridades académicas y médicas descansaron sobre sus hombros todo el peso de la responsabilidad en la pediatría: fue nombrado catedrático de pediatría de la Universidad San Carlos de Guatemala y director del hospital san Juan de Dios de la capital.

Ernesto empezó a trabajar con gran entusiasmo, a formar un equipo, a aplicar las técnicas modernas que se imponían en Europa. Gracias a las autoridades del país y al apoyo de los profesionales que pusieron todos los medios bajo la dirección del doctor Cofiño, la situación empezó a mejorar notablemente.

El problema consistía en que todo esto se le había subido a la cabeza y, sin darse cuenta, podría haber empezado a mirar a los demás por encima del hombro, a creerse realmente algo. Ese es el momento en que la situación dio un giro copernicano. El 8 de diciembre de 1929, en una farmacia estaba con su amigo Rafael en la Sexta Avenida de Guatemala cuando apareció Clemencia, una bellísima joven de 20 años, maestra, natural de Quetzaltenango, la segunda ciudad del país, que saludó a su amigo Rafael y desapareció. Ernesto quedó prendado de Clemencia.

En las siguientes semanas, Clemencia fue toreando a Ernesto hasta que el 31 de diciembre, en el gran baile en el casino de Guatemala en la gala de fin de año, Clemencia le concedió un baile, luego un segundo y un tercer baile. Ernesto perdidamente enamorado tuvo el atrevimiento de pedirle el número de teléfono. Ella, muy digna, le dijo: «No. El azar ha hecho que nos encontremos. El azar hará que nos volvamos a encontrar». Y no le dio el teléfono.

Efectivamente, pasaron las semanas y los meses y los años. Por abreviar, se casaron el 21 de mayo de 1933. Tuvieron cinco hijos y formaron una familia muy unida. Clemencia escribió: «Se ha producido un milagro en el corazón de Ernesto: Lo primero en él es Dios, lo segundo soy yo, lo tercero los hijos y después el trabajo».

Pasados los años, en 1953, en un velatorio, Ernesto coincidió con el arzobispo de Guatemala, al que conocía mucho y con quien tenía una gran amistad. El Arzobispo le dijo: «Doctor Cofiño, lleva usted un tiempo pidiéndome un director espiritual. Le presento al Padre Antonio Rodríguez Pedrazuela que acaba de llegar al país para comenzar el trabajo del Opus Dei entre nosotros». Enseguida, el doctor Cofiño le pidió el número de teléfono, pero el padre no se lo dio, sino que le dijo: «Usted está muy ocupado y yo acabo de llegar. Ya me encargaré yo de buscarle».

Efectívamente, comenzaron a charlar. Ernesto se incorporó a los medios de formación espiritual y humana que empezó a impartir el Opus Dei en la ciudad. También empezó a vivir un plan de vida espiritual y, sobre todo, comenzó a buscar en el amor conyugal, en la educación de los hijos y en el trabajo profesional la ocasión del encuentro personal con Jesucristo.

Serenamente, en 1956, después de considerar despacio las cosas en la presencia de Dios y de hablarlo en la dirección espiritual y con Clemencia, pidió la admisión como supernumerario del Opus Dei

Es más, era la primera vocación de supernumerario de Centroamérica. Pero, siempre añadía que el verdadero trabajo de disponerle para que Dios le llamara para ser un fiel del Opus Dei casado, había sido su mujer y no el Padre Antonio.

En efecto, san Josemaría Escrivá de Balaguer en un libro llamado ‘Conversaciones’ afirmaba lo siguiente:

«La mayor parte de los socios del Opus Dei viven en el estado matrimonial y, para ellos, el amor humano y los deberes conyugales son parte de la vocación divina. El Opus Dei ha hecho del matrimonio un camino divino, una vocación, y esto tiene muchas consecuencias para la santificación personal y para el apostolado. Llevo casi cuarenta años predicando el sentido vocacional del matrimonio. ¡Qué ojos llenos de luz he visto más de una vez, cuando –creyendo, ellos y ellas, incompatibles en su vida la entrega a Dios y un amor humano noble y limpio– me oían decir que el matrimonio es un camino divino en la tierra!» (n. 91).

El trabajo de Ernesto Cofiño como médico

El amor a Dios, a su mujer y a sus hijos es el gran secreto que explica los éxitos profesionales, clínicos y facultativos del doctor Cofiño con sus pequeños enfermos. Indudablemente, los padres de aquellas criaturas y los mismos bebés, lactantes, etc., sentían que Ernesto les amaba con el amor de Dios y como si fueran sus propios hijos.

Indudablemente, el gran protagonista en la tarea de la santificación de las almas es el Espíritu Santo y, en el caso del amor conyugal, lo realiza con la correspondencia de los esposos a la gracia de Dios que es el don del amor humano. Clemencia y Ernesto procuraban quererse cada día más. Los detalles constantes, su fidelidad, sus atenciones, el adelantarse en las necesidades materiales o afectivas. Todo eso, con sus aciertos y sus fallos, fue la clave de la vida de Ernesto como persona y como médico.

El primer campo del amor fue la vida de intimidad de los esposos, e inmediatamente el ámbito familiar, con la educación a los hijos como buenos amigos de ellos, enseñándoles a administrar la libertad y proponiéndoles metas altas.

Los frutos del amor conyugal de Clemencia y Ernesto son muchos y, entre otros, están los hijos y las familias que a su vez ellos han ido formando con la gracia de Dios y el buen ejemplo de sus padres.

Respecto al trabajo profesional como pediatra, sus pacientes y, sobre todo, los padres de sus pacientes, recuerdan el cariño que ponía con los bebés y, en general, con los niños que recibía en el hospital, en las consultas y en las campañas clínicas que fueron poniéndose en marcha en toda la República a instancias de las autoridades nacionales y locales.

Indudablemente, estamos hablando de lo positivo, del fruto de los esfuerzos, de la ayuda de Dios, pero podríamos también relatar las dificultades que encontraba Ernesto en su trabajo para obtener las medicinas adecuadas, para conseguir los medios, para formar a las personas. El propio cansancio, la debilidad, la situación política que atravesó Guatemala, incluso con una dictadura comunista durante un tiempo. Aquellos años del desarrollo de la santidad en la vida corriente, en el ejercicio de la medicina no fueron años fáciles, fueron tiempos convulsos y complejos. El propio Ernesto muchas veces tuvo que enfrentarse con las autoridades porque las medidas que a veces tomaban no eran medidas adecuadas para la situación médica y clínica de los niños. Es decir, la vida de Ernesto, el trabajo, la santificación no fueron una tarea fácil.

Conviene recordar que Lejeune, el famoso genetista francés defensor de la vida del no nacido, y Ernesto Cofiño se conocieron en París y se trataron. Ambos se esforzaron por cuidar la vida humana cada uno en su especialidad.

Las casas cuna, los hospitales para niños en el campo separados de los hospitales de mayores, la adecuación de las medicinas y las terapias a los niños, las pautas de atención a los infantes y tantas iniciativas profesionales han quedado en la memoria de sus pacientes, de sus alumnos de la Universidad y de sus conciudadanos.

Más impresionante resultaba el ambiente que se respiraba cuando el doctor Cofiño pasaba consulta con los alumnos de la Universidad. La cátedra se trasladaba a la cuna. La rapidez, el cariño, la seguridad que transmitía a los padres, la delicadeza con la que iba explicando a los padres y alumnos lo que pasaba y los remedios que había que poner. Indudablemente el amor que ponía, hacía que los pacientes y los padres quedaran fortalecidos y decididos a alentar y enseñar a sus hijos.

El clima de la familia de Ernesto era de detalles continuos de unos con otros y todas las discusiones y problemas generacionales se solucionaban con el cariño y la confianza, pues era normal pedir perdón, tener corazón misericordioso y siempre perdonar con rapidez, escuchar y derrochar una inmensa paciencia.

Inmediatamente, hemos de aplicar el ambiente de la casa al del hospital. Lógicamente, al ser un hospital universitario, el doctor iba con los alumnos y era consciente de que les estaba educando a la vez que atendiendo a las familias y a los lloros de los niños. Todos recuerdan que las sesiones clínicas y las visitas a los enfermos tenían el ambiente de encuentro de un padre con sus hijos.

Por ejemplo, un día en una comida familiar el hijo menor trajo a comer a su novia, una chica de la que se notaba que estaba perdidamente enamorado. Como era un hombre más bien reservado y aunque tenía plena confianza en sus padres, el hecho fue que al poco de comenzar la comida salió a relucir que ella no era católica, asunto del que no se había hablado antes. Ernesto de modo muy elegante cambió de tema de conversación y tanto Clemencia como él la trataron con inmenso cariño, durante todo el almuerzo. Su hijo estaba feliz. Al terminar la comida dieron un paseo por el jardín y Ernesto hablaba con ella con gran afecto y confianza, como si la conociera de toda la vida, hasta que ella, abrumada por tanta simpatía, le pidió a Ernesto que la preparara para incorporarse a la Iglesia Católica antes de la boda, como así sucedió.

Algunos de los testigos que conocieron a Ernesto se detienen en subrayar anécdotas referentes a cómo vivía Ernesto la humildad práctica. Por ejemplo, era llamativo como siempre pedía la opinión a su mujer y a sus hijos. En el trabajo los alumnos sabían que podían opinar y que el doctor nunca les dejaba en mal lugar en público, ni tampoco por el modo de corregirles.

La virtud de la humildad, la humildad práctica, fue una de esas lecciones que el trato entre Ernesto y Clemencia había ido proporcionando a los dos. Cuántas veces en la vida cristiana, a lo largo de estos veinte siglos, del desarrollo de la vida cristiana los cónyuges han podido decir que la virtud de la humildad, es la más importante de la vida matrimonial. Indudablemente, para llegar a la humildad no sólo basta encajar los golpes de la vida o soportar con elegancia los sufrimientos o humillaciones, hace falta recurrir a la vida de piedad. Sólo con una oración intensa, con la santa Misa escuchada y vivida con hondura, con el rezo confiado del Santo Rosario, acudiendo a la Virgen, se puede lograr esa humildad. Es decir, con los medios espirituales, con los sacramentos, con los encuentros personales con Jesucristo, con lo que se denomina un plan de vida, esa oración personal es la que prepara y dispone el alma para que después las lecciones de la humildad se vayan grabando.

Algunos testigos que conocieron al doctor Cofiño, se detienen en subrayar anécdotas muy expresivas de cómo vivía Ernesto la humildad práctica. Por ejemplo, en una ocasión, después de trabajar con los niños, pesarlos, auscultarlos, quitarles los mocos, abrazarlos, etc., llegó a su despacho y se puso a escribir unas recetas para poner los tratamientos a los niños con los que había trabajado esa mañana. El problema fue que le habían contagiado alguna enfermedad y de repente tuvo una diarrea sorpresiva que le dejó completamente manchado. Estaba solo en su despacho, cerró la puerta con pestillo, abrió la ventana y llamó humildemente a su mujer por teléfono para que viniera a auxiliarlo lo antes posible. Efectivamente vino ella, pudo cambiarse, lavarse y poder continuar la mañana de trabajo.

Las humillaciones en la vida las procuraba solventar con buen humor. Y, como parte de la virtud de la humildad, aprendía a reconocer que se había equivocado o que se había impuesto, había sido invasivo, etc. Ernesto aprovechaba esas oportunidades para mejorar en la humildad que Clemencia le había ido enseñando en el trato en la pareja donde los caracteres se van puliendo.

A todos impresionó saber que Clemencia había sabido encontrar un tiempo para estudiar puericultura y se había convertido en enfermera con titulación oficial en pediatría para poder acompañar a su marido en los fines de semana, cuando fuera del horario de consultas Ernesto decidía ir a un hospital que había promovido fuera de la ciudad, al lado del cual se había construido una casa de campo para ir a descansar con Clemencia y los hijos.

Levantador de fondos

Después de muchos años de trabajo como pediatra y de haber participado en proyectos de gran envergadura y haber ayudado a muchos niños y familias, llegó a la edad de la jubilación. En su caso, pues viviría hasta los 92 años, podría haber sucumbido a la tentación de continuar trabajando unos años más.

El problema era que los padres de los niños enfermos no se fiaban de los discípulos que Ernesto pacientemente había formado, sencillamente, porque las manos y la experiencia de Ernesto eran providenciales y siempre daba en el clavo con el problema y los padres quedaban más felices que los hijos.

Ernesto, con gran generosidad, decidió quitarse de en medio y dar paso a la siguiente generación y pasar a estar en retaguardia. Ni siquiera se reservó unos pacientes que le proporcionarán un dinero para completar la jubilación.

Ernesto se dirigió al Arzobispo, que era muy amigo suyo, quien le nombró director de Cáritas diocesana y también fue a hablar con el Vicario regional del Opus Dei, el Padre Antonio y se puso en sus manos para trabajar en lo que siempre había hecho: en la formación de la juventud. Inmediatamente el Padre Antonio Rodríguez Pedrazuela y él empezaron a soñar con iniciativas que podrían ponerse en marcha.

El estudio de la historia de todas las iniciativas de carácter formativo que impulsaron Ernesto y otros supernumerarios y sus amigos verdaderamente es impresionante: tareas de formación profesional para hombres y mujeres en barrios periféricos de la ciudad o en el campo, centros educativos de enseñanza media en varios lugares de la ciudad donde había matrimonios jóvenes con niños, y hasta la propia Universidad del Istmo que es hoy día un centro universitario de categoría, contó con la ayuda de Ernesto y lógicamente de muchísimas otras personas.

Evidentemente pedir dinero a entidades oficiales y privadas, entrevistarse con personas y empresas requiere mucha humildad, mucho espíritu de sacrificio y mucha seguridad en Dios que dará su gracia. Un día Ernesto, que ya tenía ochenta años largos, fue con un joven profesional a visitar una empresa que estaba en la octava planta de un edificio céntrico. Al llegar al ascensor vieron un cartel que decía: “este elevador está averiado y continuará así varios días”. El acompañante se dio la vuelta. De repente se dio cuenta que Ernesto no le seguía. Efectivamente, lo alcanzó ya en el primer piso donde había parado para descansar. Lograron llegar al piso adecuado tranquilamente. Menos mal, que regresaron con la alegría del donativo.

Finalmente, es importante recordar que su tarea de levantar fondos se completaba con la de dedicar varias tardes a la semana a escuchar a jóvenes universitarios de la Residencia Ciudad Vieja, donde acudían muchos muchos a estudiar y recibir formación cristiana y humana, y donde vivían varios chicos llegados de toda la República.

Un día Ernesto invitó al presidente de la República a venir a estar un rato con aquellos universitarios, más de doscientos, que escuchaban ávidos lo que la máxima autoridad del país les pedía para el futuro. Al terminar la sesión, al montarse en el automóvil, le dijo: «Ernesto, ven a verme todos los meses para hablar de todo esto, pues quiero darte un donativo mensual de mi bolsillo y quiero venir aquí a estar como tú sacando lo mejor de nuestros jóvenes».

Dios ha querido que la fama de santidad y de favores de Ernesto siga creciendo y extendiéndose en el mundo entero para que muchos hombres y mujeres puedan aprender de él a ser fieles a la vocación recibida de Dios y a sacar la Iglesia, la familia y la sociedad adelante.