Algo grande y que sea amor (XII): Frutos de la fidelidad

La certeza de saberse siempre con Dios es fuente viva de esperanza, de la que brotan sin parar nuevos manantiales de alegría y de paz que fecundan nuestra vida y la de los que nos rodean.

Escucha el artículo Algo grande y que sea amor (XII): Frutos de la fidelidad

Descarga el libro electrónico: «Algo grande y que sea amor»


El libro de los Salmos arranca con un canto a la fecundidad de quien procura ser fiel a Dios y a su ley, y no se deja llevar por el ambiente que promueven los impíos: «Será como un árbol plantado al borde de la acequia, que da fruto a su tiempo, y no se marchitan sus hojas: cuanto hace prospera» (cfr. Sal 1,1-3). En realidad, se trata de una enseñanza constante en la Escritura: «El hombre fiel será muy alabado» (Pr 28,20); «quien siembra justicia, tendrá recompensa segura» (Pr 11,18). Todas las obras de Dios son fecundas, como lo son las vidas de quienes responden a su llamada. El Señor lo recordó a los apóstoles en la última cena: «Yo os he elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca» (Jn 15,16). Lo único que nos pide es que permanezcamos unidos a Él como los sarmientos a la vid, pues «el que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto» (Jn 15,6).

A lo largo de los siglos, los santos han experimentado igualmente la generosidad de Dios. Santa Teresa, por ejemplo, escribía: «No suele Su Majestad pagar mal la posada si le hacen buen hospedaje»[1]. A quienes le son fieles, les ha prometido que les recibirá en su Reino con palabras llenas de cariño: «Muy bien, siervo bueno y fiel; como has sido fiel en lo poco, yo te confiaré lo mucho: entra en la alegría de tu señor» (Mt 25,21). Sin embargo, Dios no espera al Cielo para premiar a sus hijos, sino que ya en esta vida los va introduciendo en esa alegría divina con muchas bendiciones, con frutos de santidad y virtudes, sacando lo mejor de cada persona y de sus talentos; ayudándonos a no detenernos demasiado en nuestra fragilidad y a confiar cada vez más en el poder de Dios. Además, a través de sus hijos el Señor bendice también a quienes les rodean. Dios se goza en ello: «porque en esto es glorificado mi Padre, en que deis mucho fruto» (Jn 15,8).

Vamos a repasar en estas páginas algunos frutos que produce nuestra fidelidad, tanto en nuestra vida como en la de los demás. Ojalá estos frutos, y muchos otros que solo Dios conoce, nos estimulen a no interrumpir nunca la acción de gracias a Dios por sus cuidados y su cercanía. También así aprenderemos a disfrutar cada día más de ese amor.

Un cielo dentro de nosotros

Tan solo unas semanas antes de marcharse al Cielo, decía san Josemaría a un grupo de hijos suyos: «Ha querido el Señor depositar en nosotros un tesoro riquísimo. (…) En nosotros habita Dios, Señor Nuestro, con toda su grandeza. En nuestros corazones hay habitualmente un Cielo»[2]. El Señor lo había prometido a los apóstoles: «Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada en él» (Jn 14,23). Este es el principal don que Dios nos ofrece: su amistad y su presencia en nosotros.

Dios no espera al Cielo para premiar a sus hijos, ya en esta vida los llena de bendiciones

Cada día podemos contemplar con ojos nuevos en la oración esta verdad de la presencia divina en nosotros, y cuidarla en nuestra memoria. Llenos de asombro y de agradecimiento, trataremos entonces de corresponder como buenos hijos al cariño inmenso que Dios nos tiene. Porque el Señor «no baja del cielo un día y otro día para quedarse en un copón dorado, sino para encontrar otro cielo que le es infinitamente más querido que el primero: el cielo de nuestra alma, creada a su imagen y templo vivo de la adorable Trinidad»[3]. Solo con este regalo divino podemos sentirnos infinitamente pagados; y también seguros de la alegría que damos a Dios con nuestra fidelidad.

Cuando viene el cansancio físico o moral, cuando arrecian los embates y dificultades, es momento de recordar de nuevo que, «si Dios habita en nuestra alma, todo lo demás, por importante que parezca, es accidental, transitorio; en cambio, nosotros, en Dios, somos lo permanente»[4]. La certeza de que Dios está conmigo, en mí; y de que yo estoy en él (cfr. Jn 6,56) es fuente de una seguridad interior y una esperanza que no es posible explicar humanamente. Esta convicción nos va haciendo cada vez más sencillos —como niños— y nos da una visión amplia y confiada, un interior destensado y alegre. Del fondo del alma brotan entonces la alegría y la paz, como frutos naturales de la fidelidad y de la entrega. Estos frutos son tan importantes y tienen tanta fuerza evangelizadora que san Josemaría los pedía a diario al Señor en la santa Misa, para él y para todas sus hijas e hijos[5].

Tenemos un Cielo dentro de nosotros para llevarlo a todas partes: a nuestra casa, al lugar de trabajo, al descanso, a las reuniones con los amigos… «En nuestros días, en los que se percibe frecuentemente una ausencia de paz en la vida social, en el trabajo, en la vida familiar… es cada vez más necesario que los cristianos seamos, con expresión de san Josemaría, “sembradores de paz y de alegría”»[6]. Sabemos por experiencia que esa paz y esa alegría no son nuestras. Por eso procuramos cultivar la presencia de Dios en nuestros corazones, para que sea Él quien nos colme y quien comunique sus dones a quienes nos rodean. Y la eficacia de esa sencilla siembra es segura, aunque su alcance es imprevisible: «La paz del mundo, quizá, depende más de nuestras disposiciones personales, ordinarias y perseverantes, por sonreír, perdonar y quitarnos importancia, que de las grandes negociaciones entre los Estados, por muy importantes que sean»[7].

Corazón firme y misericordioso

Cuando dejamos que la presencia de Dios arraigue y fructifique en nosotros —en cierto modo, eso es la fidelidad—, adquirimos progresivamente una «firmeza interior» desde la que se hace posible ser pacientes y mansos ante las contrariedades, los imprevistos, las situaciones molestas, nuestros propios límites y los de lo demás. Decía san Juan María Vianney que «nuestras faltas son granos de arena al lado de la grande montaña de la misericordia de Dios»[8]. Esta convicción permite reaccionar cada vez más como Dios reacciona ante las mismas personas y circunstancias, con mansedumbre y misericordia, sin inquietarnos cuando no responden a nuestras previsiones y gustos inmediatos. Descubrimos, en definitiva, que todos los sucesos son de alguna forma «vehículos de la voluntad divina y deben ser recibidos con respeto y amor, con alegría y paz»[9]. De este modo, poco a poco, adquirimos una mayor facilidad para rezar, disculpar y perdonar, como hace el Señor, y recuperamos pronto la paz, si la perdemos.

Dios transforma nuestro pobre corazón en uno manso y misericordioso, a la medida del suyo

En ocasiones, puede parecernos pusilánime esta disposición a cultivar la mansedumbre y la misericordia en nuestro corazón ante las miserias ajenas que nos parecen denunciables o ante la malicia de algunos que pretenden hacer daño. Recordemos, sin embargo, cómo Jesús reprende a los discípulos cuando sugieren enviar un castigo del cielo sobre los samaritanos que no lo reciben (cfr. Lc 9,55). «El programa del cristiano —el programa del buen Samaritano, el programa de Jesús— es un “corazón que ve”. Este corazón ve dónde se necesita amor y actúa en consecuencia»[10]. Nuestra misericordia paciente, que no se irrita ni se queja ante la contrariedad, se convierte así en bálsamo con el que Dios sana a los contritos de corazón, venda sus heridas (cfr. Sal 147,3) y les hace más fácil y llevadero el camino de la conversión.

Una eficacia que no podemos imaginar

Cultivar y dar a conocer la propia imagen y el perfil personal ante los demás se ha convertido hoy en un requisito a veces indispensable para estar presentes y tener impacto en los diversos ámbitos de las redes sociales y laborales. Sin embargo, si perdemos de vista que vivimos en Dios, que Él «está junto a nosotros de continuo»[11], este interés puede derivar en una obsesión más o menos sutil por sentirse aceptados, reconocidos, seguidos e incluso admirados. Se siente entonces una necesidad constante de verificar el valor y trascendencia que tiene todo lo que hacemos o decimos.

Este afán por ser reconocidos y por tocar nuestra valía responde en realidad, aunque sea de un modo tosco, a una verdad profunda. Y es que de hecho valemos mucho; tanto, que Dios ha querido dar su vida por cada uno. Sin embargo, sucede que muy fácilmente nos ponemos a exigir, aun de modos muy sutiles, el amor y el reconocimiento que solo podemos acoger. Tal vez por eso el Señor quiso señalar en el Sermón de la Montaña: «Guardaos de hacer vuestra justicia delante de los hombres con el fin de que os vean, de otro modo no tendréis recompensa de vuestro Padre que está en los cielos» (Mt 6,1). Y aún más radicalmente: «que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha» (Mt 6,3).

Este riesgo de exigir el Amor en lugar de acogerlo irá perdiendo fuerza en nosotros si actuamos con el convencimiento de que Dios contempla nuestra vida con cariño detallado —porque el cariño está en los detalles—. «Si quieres tener espectadores de las cosas que haces, ahí los tienes: los ángeles, los arcángeles y hasta el mismo Dios del Universo»[12]. Se experimenta entonces en el alma la autoestima de quien se sabe siempre acompañado y no necesita así de especiales estímulos externos para confiar en la eficacia de su oración y de su vida; y esto tanto si son conocidas de muchos, como si pasan desapercibidas para la inmensa mayoría. Nos bastará tener presente la mirada de Dios y sentir dirigidas a cada uno de nosotros las palabras de Jesús: «y tu Padre, que ve en lo escondido, te recompensará» (Mt 6,4).

Podemos aprender mucho, en este sentido, de los años escondidos de Jesús en Nazaret. Allí pasó la mayor parte de su vida en la tierra. Bajo la atenta mirada de su Padre del Cielo, de la Virgen María y de san José, el Hijo de Dios estaba ya realizando en silencio, y con una eficacia infinita, la Redención de la humanidad. Pocos lo veían, pero ahí, desde un modesto taller de artesano, en una pequeña aldea de Galilea, Dios estaba cambiando para siempre la historia de los hombres. Y nosotros también podemos tener esa fecundidad de la vida de Jesús, si le transparentamos, si le dejamos amar en nuestra vida, con esa sencillez.

Desde lo escondido de cada Sagrario, desde lo hondo de nuestro corazón, Dios sigue cambiando el mundo. Por eso nuestra vida de entrega, en unión con Dios y con los demás, adquiere por la Comunión de los Santos una eficacia que nosotros no podemos imaginar ni medir. «No sabes si has progresado, ni cuánto… —¿De qué te servirá ese cálculo…? —Lo importante es que perseveres, que tu corazón arda en fuego, que veas más luz y más horizonte...: que te afanes por nuestras intenciones, que las presientas —aunque no las conozcas—, y que por todas reces»[13].

Dios es el de siempre

San Pablo animaba a los cristianos a ser fieles, a no preocuparse de ir a contracorriente y a trabajar con la mirada puesta en el Señor: «Así pues, hermanos míos amados, manteneos firmes, inconmovibles, abundando siempre en la obra del Señor, teniendo siempre presente que vuestro trabajo no es en vano en el Señor» (1 Co 15,58). San Josemaría repetía de diversas maneras la misma exhortación del apóstol: «Si sois fieles, podéis llamaros vencedores. En vuestra vida no conoceréis derrotas. No existen los fracasos, si se obra con rectitud de intención y queriendo cumplir la Voluntad de Dios. Con éxito o sin él hemos triunfado, porque hemos hecho el trabajo por Amor»[14].

Saberse acompañado siempre por Dios aumenta nuestra sencillez y confianza en el que todo lo puede

En cualquier camino vocacional puede suceder que, al cabo de un tiempo de entrega, sintamos la tentación del desaliento. Pensamos quizá que no hemos sido muy generosos hasta entonces, o que nuestra fidelidad da poco fruto y que tenemos poco éxito apostólico. Es bueno recordar en esos casos lo que Dios nos ha asegurado: «Mis elegidos nunca trabajarán en vano» (Is 65,23). San Josemaría lo expresaba así: «ser santo entraña ser eficaz, aunque el santo no toque ni vea la eficacia»[15]. Dios permite en ocasiones que sus fieles sufran pruebas y dificultades en su labor, para hacer más bella su alma, más tierno su corazón. Cuando, a pesar de nuestra ilusión por agradar a Dios, nos desanimemos o nos cansemos, no dejemos de trabajar con sentido de misterio: teniendo presente que nuestra eficacia es «muchas veces invisible, inaferrable, no puede ser contabilizada. Uno sabe bien que su vida dará frutos, pero sin pretender saber cómo, ni dónde, ni cuándo. (…) Sigamos adelante, démoslo todo, pero dejemos que sea Él quien haga fecundos nuestros esfuerzos como a Él le parezca»[16].

El Señor nos pide trabajar con abandono y confianza en sus fuerzas y no en las nuestras, en su visión de las cosas y no en nuestra limitada percepción. «Cuando te abandones de verdad en el Señor, aprenderás a contentarte con lo que venga, y a no perder la serenidad, si las tareas —a pesar de haber puesto todo tu empeño y los medios oportunos— no salen a tu gusto... Porque habrán “salido” como le conviene a Dios que salgan»[17]. La conciencia de que Dios lo puede todo y de que Él ve y atesora todo el bien que hacemos, por muy pequeño y escondido que pueda parecer, nos ayudará «a estar seguros y optimistas en los momentos duros que puedan surgir en la historia del mundo o en nuestra existencia personal. Dios es el de siempre: omnipotente, sapientísimo, misericordioso; y en todo momento sabe sacar, del mal, el bien; de las derrotas, grandes victorias para los que confían en Él»[18].

De la mano de Dios, vivimos en medio del mundo como hijos suyos, y nos vamos convirtiendo en sembradores de paz y de alegría para todos los que viven a nuestro alrededor. Ese es el trabajo paciente, artesanal, que Dios realiza en nuestros corazones. Dejemos que ilumine todos nuestros pensamientos y que inspire todas nuestras acciones. Es lo que hizo nuestra Madre la Virgen, feliz de ver las cosas grandes que el Señor hacía en su vida. Ojalá sepamos también nosotros decir cada día como Ella: Fiat!, hágase en mí según tu palabra (Lc 1,38).

Pablo Edo


[1] Santa Teresa de Jesús, Camino de perfección, cap. 34.

[2] Cfr. S. Bernal, Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer. Apuntes sobre la vida del fundador del Opus Dei, Rialp, Madrid 1980, p. 361.

[3] Santa Teresa de Lisieux, Historia de un alma, cap. 5.

[4] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 92.

[5] Cfr. J. Echevarría, Memoria del Beato Josemaría Escrivá, Madrid, Rialp 2000, p. 229.

[6] F. Ocáriz, Homilía, 12-V-2017.

[7] Ibidem.

[8] Citado en G. Bagnard, «El Cura de Ars, apóstol de la misericordia», Anuario de Historia de la Iglesia 19 (2010) p. 246.

[9] Instrucción mayo-1935 — 14-IX-1950, n. 48.

[10] Benedicto XVI, Enc. Deus Caritas est (25-XII-2005), n. 31.

[11] San Josemaría, Camino, n. 267.

[12] San Juan Crisóstomo, Homilías sobre san Mateo, 19.2 (PG 57, 275).

[13] San Josemaría, Forja, n. 605.

[14] San Josemaría, A solas con Dios, n. 314 (AGP, Biblioteca, P10).

[15] Forja, n. 920.

[16] Francisco, Ex. Ap. Evangelii gaudium (24-XI-2013), n. 279.

[17] San Josemaría, Surco, n. 860.

[18] D. Javier, Carta pastoral, 4-XI-2015.