Via Crucis compuesto por Ernestina de Champourcin

Ernestina de Champourcin (1905-1999) fue una de las pocas mujeres que perteneció a la Generación del 27. En el poemario ‘Presencia a oscuras’ (1952) incluyó un ‘Via crucis’ o relato de la Pasión de Jesucristo dividido en 14 estaciones.

“Via Crucis” de Ernestina de Champourcin. ‘Presencia a oscuras’ (1952)
Via Crucis compuesto por Ernestina de Champourcín.

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“Via Crucis” de Ernestina de Champourcin. ‘Presencia a oscuras’ (1952)

I. Jesús es condenado a muerte

No tengo palabras que decirte... Serían inútiles y me asusta lastimarte de nuevo. Voy a condenarme yo misma contigo, pues sólo quien acepta la sentencia que tú sufriste obtendrá la gracia de seguir tus huellas, de morir a sí mismo y contigo, de resucitar en Ti.

Fuiste condenado a muerte para que aprendiéramos a aceptar nuestro destino. Enséñanos a seguirte, a no apartarnos un momento de tu senda, a morir poco a poco a tu lado.

II. Jesús es cargado con la Cruz

Sea mi Cruz la que Tú me escogiste. Quiero recibirla de tus manos, que me darán también fuerza para sostenerla, júbilo para ocultarla y amor para sonreír bajo su peso, como si llevase en mis hombros un rosal perfumado.

No temo el dolor porque Tú vas delante de mí. Tus pies liman las asperezas del camino y señalan el atajo por donde Tú pasaste, la ruta inefable que te condujo a la gloria del Padre y que dejaste abierta para todos. ¡Sea nuestra Cruz, Señor, la que Tú has dispuesto!

III. Primera caída

¿Qué piedra te detiene? ¿Qué obstáculo te hace tropezar a Ti, decidido a apurar el cáliz hasta la última hez? Caíste abrumado por un peso más grande que el de esa cruz, un peso agobiante, implacable. Toda la humanidad sobre tus hombros frágiles, consumiéndolos, despojándolos de su energía.

Y hay un momento en que la tierra áspera es un alivio para tus sienes que laten descompasadas; un momento en que el polvo, más compasivo que los hombres, restaña tu sudor y tu sangre.

Aquel suelo agrietado debió de esponjarse dulcemente al recibirte, soñando ser, para Ti, una mullida y fragante pradera.

IV. A María en su encuentro con Jesús

Tu llanto silencioso cae lentamente, apretadamente -grueso rocío nocturno, sin revolar de pájaros ni temblor de frondas-, lágrima desesperada porque sabe que se romperá sin remedio sobre unas rocas áridas, y que no va a florecer...

No puedes acunar tu dolor con tus sueños, no con ilusiones. Conoces el fin hasta su terror último y vas a él, te ofreces a él, vulnerable, desnuda, echando el apoyo pueril del clamor, del grito, de la compasión ajena. Y entre lágrima y lágrima tienes los ojos secos, ardientes, encendidos por una llama que te obliga a mirar, a desgarrarte y sufrir.

Hay quien habla de tus siete dolores. ¿Qué saben ellos? Eres todo el dolor, la suprema amargura, eres el Amor que sabe compartir, compadecer y callar.

V. El cireneo ayuda a Jesús a llevar la Cruz

¿Hay acaso alguna cruz que pueda llevarse a medias? El leño que no pesa, el que no incrusta sus aristas profundamente en los hombros, el que no lastima el cuerpo y el alma hasta en las vetas más hondas, no merece el nombre de cruz. Por eso yo sé muy bien que si aceptaste aquel ademán no fue por Ti, fue sólo por nosotros. Para ayudarnos dándonos el júbilo inmenso de querer ayudarte...

Y si nos tiendes la cruz no es porque no puedas con ella; es, al contrario, porque sólo seremos capaces de sostenerla si nos viene de tus manos, si la recibimos como una prenda inefable de tu amor y del nuestro... Trueque de cruces. Nupcias tuyas, nuestras, con el dolor.

VI. La Verónica enjuga el rostro de Jesús

Quisiera mirarte en silencio y hora tras hora, incansablemente, absorbiendo en mí la luz y la realidad de tu rostro. Mirarte sin que nada interrumpa mi contemplación, ni una idea, ni un sentimiento...

Sin que ninguna imagen que no seas Tú ocupe el paisaje de mi mente.

Enjugarte el dolor sin un solo gesto, con el ansia de mi corazón enamorado, con la pureza de mi deseo que no se atreve a buscar su expresión para que ni siquiera un hálito lo empañe...

Grabarte en mí como un espejo para que todo lo que no seas Tú resbale sobre tu imagen y se desvanezca. Para que sólo Tú quedes victorioso en mí.

VII. Segunda caída

Caíste de nuevo como un tronco al que no pudo abatir el leñador de un primer golpe. Te veo en tierra y me invade, junto a una piedad infinita, una confianza inefable, que hace reposar de dulzura mi corazón.

Al contemplarte siento que, aunque yo caiga otra vez, mil veces, Tú estarás a mi lado y que, con tu auxilio, podré levantarme siempre, alzar los ojos a Ti y, al encontrar los tuyos, bañarme en tus pupilas, dejar en ellas el polvo del camino, recobrar la antigua pureza, renacer amparada por tu misericordia, por tu paciencia, acogerme a esa mansedumbre que nos rinde a tus plantas y nos entrega a ti sin remedio.

VIII. Jesús consuela a las mujeres de Jerusalén

¡Que el otoño no siegue nuestras hojas, Señor! Queremos ser, como Tú, leña verde, fragante, derramando savia. Que el hacha del sufrimiento, al desgajarnos, se impregne de aromas. Danos a raudales la vida de tu gracia, para que no escuchemos jamás de tus labios la maldición de la higuera.

¿Y qué fruto puede brotar de nuestras ramas sin tu ayuda y apoyo? Haz que lloremos por Ti hacia adentro, sin lágrimas, con un dolor verdadero que trascienda a todos nuestros actos y nos redima de llorar más tarde sobre la propia muerte.

IX. Tercera caída

Sólo le faltan unos pasos, muy pocos... Pero, ¿quién no desfallece al último momento, cuando todo en nuestro mundo parece inmovilizarse, concentrándose en torno al sacrificio? Ya no hay manera de volver atrás, de poseer nuevamente aquello a lo que se ha renunciado.

El universo entero retrocede, nos abandona. Estamos solos a orillas de algo implacable, desconocido, cruel; y antes de ofrecernos, de dejarnos devorar voluntariamente, lanzamos un postrer clamor.

Pero Tú no gritas, no protestas. La ofrenda viva de tu cuerpo se ha consumado ya y permaneces en tierra, vacío de Ti mismo, dispuesto a no ser para que nosotros seamos, a abrirnos la senda de la recuperación y del amor.

X. Jesús es despojado de sus vestiduras

Algo ampara tu desnudez de la violencia... Te yergues sobre todos como un rayo de luz, como un haz intacto de secretos resplandores. Tu pureza irradia tu blancura entre la suciedad, la traición, las mezquindades. Te alzas como una antorcha alumbrando la senda para los que quieren aún seguirte. Y entre tantos rostros que deforman la ira, el odio o la codicia, eres, indefenso, salpicado de injurias, el único signo de paz. ¡Blancura de tu frente ensangrentada, de tu cuerpo herido! Límpianos, Señor, con tu mirada, purifica hasta el último rincón de nuestras mentes, grábate en ellas, desnudo, silencioso, intocado...

XI. Jesús es clavado en la cruz

¡Clávanos en la cruz de tu voluntad! Un clavo para cada sentido, cada pasión, cada deseo... ¡si supiéramos tendernos inmóviles sobre ese lecho donde Tú te tendiste, abriendo los brazos en un ademán de amor absoluto...!

Pero siempre frustramos tu generosidad con nuestra obligación o nuestras inquietudes. Queremos amarte a nuestro modo, sufrir a nuestro gusto, como si el dolor y la propia satisfacción fueran compatibles... Como si Tú hubieras elegido... Ofreciste al verdugo tus pies, tus manos, todo tu cuerpo y, primero que nada, tu Corazón...

¿Pues qué valen todos los martirios si el corazón se escuda y esquiva? Que el primer martillazo nos caiga en mitad del pecho derribándonos sin piedad, totalmente. Rendirse a Tu merced es rendirte, hacernos tuyos, para que seas nuestro.

XII. Jesús muere en la Cruz

Muerte victoriosa la tuya. Pero el triunfo derramado en tus venas se ocultaba celosamente, y para los que te vieron eran sólo un despojo humano, unos restos inútiles... Dios sin vida para hacernos vivir. Dejaste de alentar para infundirnos aliento.

Te sometiste al abandono, a la traición, al desamparo, para que cifremos nuestra dicha en sentirnos abandonados, traicionados, desvalidos. Y nuestra desconfianza es tan grande que todavía nos obstinamos en temer, estremeciéndonos ante la posibilidad de morir.

No olvidemos que, en tu muerte, nos abriste las puertas de Ti mismo y la mansión de tu amor.

XIII. A María, con Jesús muerto en los brazos

Era tu carne, tu sangre deshecha, martirizada; tu vida y la de Dios; tu gloria y la del Cielo. Y de todo solamente quedaba en tus brazos un cadáver maltrecho, una frialdad incontenible que te iba invadiendo inexorablemente.

Y en ese momento concedido a las tinieblas empezabas a ser nuestra Madre, a cobijarnos en el regazo de tu dolor. Y por eso tus lágrimas no acabarían de caer nunca. Se te cuajaron al presentir que te necesitábamos, que no dejarías nunca de ser madre, que tu maternidad prodigiosa se ensanchaba, floreciéndote nuevamente los senos, ¡oh redentora de los redimidos!

XIV. Jesús es sepultado

Y nos llamas ahora desde esa piedra que te ciña, aislándote por un breve plazo de todo. Porque para resucitar contigo hay que sepultarse primero enterrar hondo los gritos de la carne, seguirte en tu pasión y hasta tu muerte.

Y saber que estás ahí, aunque no te sienta, aunque nos falte tu sombra, tu contigüidad, tu recuerdo. Danos la fe que resiste a todas las tentaciones, que no se quebranta aunque el mundo entero se alce contra ella, esa fe que surca los mares y traspasa los montes, porque sabe muy bien que, al marcharte, permaneciste entre nosotros...

“Presencia a oscuras”, 1952