Redescubrir el amor misericordioso de Cristo

26 de junio de 1997

Tres años pudieron convivir los Apóstoles con Jesucristo. Tres años que representaron para todos ellos, salvo para el que le traicionó, una transformación radical de sus vidas. La cercanía al Maestro, la posibilidad de contemplar su ejemplo y de escuchar su doctrina, la amistad personal con Jesús, que les enseñaba a tratar como hijos a Dios Padre, y finalmente el envío del Espíritu Santo, hizo de ellos otros hombres.

Al pensar en los tres años de preparación del Jubileo vienen con frecuencia a mi cabeza aquellos tres años que los Apóstoles pasaron junto a Jesús: con la gracia de Dios, este trienio puede ser para nosotros una oportunidad semejante, si procuramos buscar la cercanía, la amistad, el seguimiento de Jesucristo.

Porque, en definitiva, así cabría resumir la invitación que Juan Pablo II nos dirige en la Tertio Millennio Adveniente: aprovechemos esta gran ocasión de acercarnos a Jesucristo, Verbo de Dios y Redentor del hombre, al conmemorar su Encarnación y Nacimiento. Me gusta recordar a este propósito que el Beato Josemaría Escrivá solía repetir Jesucristo «no es una figura que pasó, no es un recuerdo que se pierde en la historia», sino una Persona viva y siempre actual.

La ayuda de la gracia

Desea el Papa concretamente que dediquemos a Jesucristo el año 1997, primero de la fase de preparación del Jubileo (cfr. Tertio Millennio adveniente, n. 40). Y ha querido el Santo Padre recordarnos que ser cristiano no significa simplemente seguir una doctrina, atenerse a unas determinadas normas de comportamiento. El cristiano sigue a Jesucristo, intenta conocerle y amarle. Lo resume San Pablo con una expresión que posee la radicalidad propia del auténtico testigo: «Sólo importa una cosa: que llevéis una vida digna del Evangelio de Jesucristo» (Fil 1, 27).

Reproducir en nuestra vida la vida de Jesucristo, ése es el ideal de los cristianos: sabemos que es una meta que nos excede, que va más allá de nuestras fuerzas, que no guarda relación con nuestros méritos; pero «nos basta la gracia» (cfr. 2 Cor 12, 9) y no renunciamos a alcanzarla.

Todo esfuerzo por seguir a Cristo, por imitarle, por identificarse con El, es vano si no cuenta con la gracia de Dios. Como consecuencia del pecado, el hombre arrastra una naturaleza herida, y se unen en su corazón grandes ideales y tendencias mezquinas. No somos pesimistas al recordar estas verdades. Los cristianos somos los más optimistas entre los hombres, porque conocemos la fuerza de la gracia y de la misericordia de Dios, pero no somos ingenuos, nos sabemos pecadores.

De la conciencia de la propia limitación nace, espontánea, la humildad y brota, de forma natural, la necesidad de buscar la ayuda de Dios. Por eso, la vida cristiana precisa una asidua y constante meditación de la Sagrada Escritura -especialmente del Nuevo Testamento-, en la oración personal. Requiere espíritu de mortificación y el encuentro con Cristo en el Sacramento de la Penitencia, que nos lava y purifica. Y exige, sobre todo, el trato íntimo con nuestro Señor verdaderamente presente -¡vivo!- en la Sagrada Eucaristía. El dinamismo de la vida cristiana se configura como respuesta libre y generosa del hombre a los impulsos que le llegan del Espíritu Santo.

En la acción de la gracia en el alma, en la presencia del Espíritu Santo en la historia, confiamos los cristianos. Ese es el motivo de esperanza, que permitía exclamar a San Agustín: «Vivamos bien (cristianamente) y los tiempos serán buenos. Nosotros somos los tiempos. Tal como nosotros somos, así son los tiempos» (Sermo, 80, 8).

La celebración del año 2000 está inseparablemente unida al gran tema de la evangelización. Quizá nos hemos planteado en ocasiones alguna de estas preguntas: ¿por qué no es más fecunda la tarea evangelizadora? ¿Por qué no acertamos a presentar a los no creyentes una propuesta que sea capaz de convencer? ¿Por qué, después de dos milenios, tantos desconocen a Jesucristo? ¿Por qué no es más positivo el balance de estos veinte siglos?

«No habría un solo pagano si nosotros fuésemos verdaderamente cristianos». Tal vez estas palabras de San Juan Crisóstomo (In epistolam I ad Timotheum homiliae, 10, 3), no contienen todas las respuestas posibles a las inquietudes que acabamos de señalar. Pero resumen de forma admirable la responsabilidad apostólica de los católicos. Ser verdaderamente cristianos, procurar identificarse con Jesús, significa ser Cristo que pasa. No se conforma el cristiano con ser honrado y cumplidor, pero insípido en el trabajo y en las relaciones familiares y sociales. Con la gracia del Espíritu Santo, toda nuestra conducta ha de hacer presente a Cristo entre los hombres.

Desde esa perspectiva, podríamos volver del revés las preguntas que antes formulábamos; es más, considero que, en justicia, deberíamos plantearnos interrogantes de este otro tenor: ¿Pueden las personas con las que convivimos descubrir con facilidad a Cristo en nosotros, o deben esforzarse para reconocerle en nuestro comportamiento, porque lo escondemos con actitudes de pereza, de egoísmo, de mal carácter? ¿Somos para los demás luz, consuelo, descanso, estímulo, ayuda? ¿Nuestros colegas de estudio o de trabajo reciben de nosotros la luz de Cristo, su comprensión y su exigencia?

Estas preguntas y otras similares pueden comparecer en la intimidad de la oración, porque nos ayudan a realizar una labor de examen de conciencia, que desemboca en resoluciones concretas, coherentes, comprometidas. Propósitos que nos ayudarán a sentirnos responsables de esta época que nos ha tocado vivir. En este mundo nuestro, los cristianos hemos de seguir siendo fermento, no tanto como maestros cuanto como testigos, plenamente inmersos en todas las realidades nobles, las profesiones, los ideales, los afanes y preocupaciones de los demás ciudadanos, con los que deseamos construir la sociedad y la cultura.

El Padre del hijo pródigo

La Tertio Millennio Adveniente nos ofrece una hermosa meditación de la parábola del hijo pródigo, que simboliza el camino de conversión al que están llamados todos los cristianos. La meditación de esas páginas del Evangelio (cfr. Lc 15, 11-32), nos llena de admiración agradecida ante el inmenso Amor de Dios Padre.

Porque siempre es tiempo de conversión. En la parábola se nos cuenta la trayectoria de dos hijos, y los dos necesitan convertirse. El pequeño porque ha usado su libertad para alejarse del amor de su padre, buscando la felicidad en un lugar equivocado, encontrando solamente la amargura. Y el mayor porque ha permanecido junto a su padre con un amor sin libertad, más como siervo distante que como buen hijo y hermano.

No presenta la parábola un tercer hijo que no necesite conversión: quiere el Señor que nos percatemos de que todos, sin excepción, hemos de fomentar en nuestra alma la búsqueda del amor, el rechazo del propio yo egoísta y enfermizo, la donación en libertad. Como enseña San Agustín, "para los enfermos vino Cristo, y a todos los encontró enfermos", de manera que "creerse sano es la peor enfermedad" (Sermo 80, 4 y 3). Todos necesitamos convertirnos cada día. Y, para todos, este tiempo de preparación al Jubileo del año 2000 es una gran oportunidad de "conversión y de renovación personal" (Tertio millennio adveniente, 42).

El Sacramento de la Penitencia es el medio más seguro de conversión. Nos lo recuerdan estas palabras de Juan Pablo II: «No hablan de la severidad de Dios los confesonarios esparcidos por el mundo, en los cuales los hombres manifiestan los propios pecados, sino más bien de su bondad y misericordia. Y cuantos se acercan al confesonario, a veces después de muchos años y con el peso de pecados graves, en el momento de alejarse de él, encuentran el alivio deseado; encuentran la alegría y la serenidad de la conciencia, que fuera de la confesión no podrán encontrar en otra parte» (Juan Pablo II, Homilía, 16-III- 1980).

El Sacramento de la Reconciliación es el sacramento de la alegría. Los cristianos vivimos alegres porque nos sabemos hijos de Dios, hijos muy queridos. Con la alegría de su vida, con su optimismo, los cristianos han de recordar, en todos los ambientes, que en Jesucristo se encuentran todas las respuestas a los anhelos más profundos del corazón del hombre.

Confiemos filialmente a la Virgen, Madre de Cristo y Madre nuestra, todo el fruto sobrenatural que deseamos que madure en estos años, con motivo del Jubileo de Nuestro Redentor: Madre Santa, haz que se cumpla en cada uno de nosotros la voluntad de Dios. ¡Que se abra la tierra a la llamada universal a la santidad! ¡Que en muchos corazones se opere esta profunda y gozosa transformación que, acogiendo a Cristo, da un nuevo sentido a la vida! Sancta Mater, istud agas! (De la secuencia Stabat Mater, en la fiesta de los Dolores de la Virgen).

Mons. Javier Echevarría // L'Osservatore Romano (Roma)