Los santos de clase media

¿Cómo ser santo? No tiene mucha ciencia: la oración y los sacramentos, el trabajo corriente y la amistad, escribe Armando Segura en el Ideal de Jaén.

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El Papa Francisco, en su exhortación sobre la santidad en el mundo contemporáneo, viene a decir que los santos no son unas élites, unos genios de la naturaleza mística del mundo, unos maestros de oración que te enseñan a meditar por módico precio, incluyendo, en algún caso, la sorprendente curación de la enfermedad más rara del mundo.

La imagen del santo está más cerca del insignificante vecino de enfrente que conserva la luz de su perla para el trato personal con sus amigos del dominó o los clientes que paran su taxi. Recuerdo a un amigo que conoció de niño a Fray Leopoldo y se admiraba de lo insignificante que le parecía. Seguro pensaba en lo santos, como grandes conductores de masas o teólogos con voluminosas obras completas que seguramente conmovieron los fundamentos de su entorno.

Es posible que el ensanchamiento de la clase media en el mundo globalizado requiera santos de clase media que no es lo mismo que decir de medio pelo.

Para ser santo, resume Francisco, el «protocolo fundamental es bien sabido: amar a Dios que se manifiesta en el otro como a uno mismo». Cosa que es más fácil de decir que de hacer pero que en ningún caso quiere decir «arreglar el mundo», emprender grandes aventuras evangélicas, etc.

Estos santos de «clase alta» son la excepción de la normalidad. Más bien, los santos de clase media tratan de encontrar a Dios donde uno ya está y en la situación que ya tiene y en el trabajo con que se gana la vida.

En el siglo presente la santidad debe notarse en la sencillez y en la serena alegría. No es la alegría de la risotada o de la jarana etílica sino la que
tiene quien lleva dentro a Dios. ¿Cómo ser santo? No tiene mucha ciencia: la oración y los sacramentos, el trabajo corriente y la amistad. Hay una cautela en este punto que nos recuerda este hijo de San Ignacio: La Iglesia enseña que nadie se salva por sus obras sino por la fe y la ayuda de la gracia que permite hacer buenas obras.

Un aviso que evoca aquella polémica del siglo XVII donde algún jesuita, como Molina, fue acusado de la ‘xismo’ o sea de tener la manga ancha. Era un eco de la Reforma que entre las verdades que proclamó –«sólo Dios es santo»– quizás olvidaron que si Dios es santo, necesariamente hace santos.

Lo santo y su expansión en el mundo tiene muchos enemigos que no son precisamente las logias o las sectas satánicas sino los virus internos y los externos. Entre los enemigos internos se cuenta el elitismo propio de la gente culta que desprecia a los sencillos, repitiendo la historia de los gnósticos.

Esas élites de doctos que llenan los salones hoy, como antaño se iban a oír a un «predicador de postín». Es curioso que esas élites no valoraban el matrimonio ni los valores humanos porque eran ellos los más puros.

Otro enemigo es el pelagianismo, doctrina de un tal Pelagio al que San Agustín dedicó varias de sus obras. La idea clave era la pretensión de que a fuerza de voluntad se dominaba la carne, se alcanzaba el favor de Dios. Más de lo mismo, porque Dios nos ama por nuestras miserias no por nuestras bondades.

Hay también enemigos externos que no son tampoco las oligarquías financieras o las conspiraciones sino la comodidad que se desprende del estado de bienestar y de los avances tecnológicos que serían muy buenos si fueran ocasión de una disciplina interior que distinguiese lo importante y lo no importante.

El consumismo que es la idolatría de las cosas y la búsqueda insaciable de placeres, que siendo buenos, pueden destruirnos. Entre estos enemigos, se cuenta el «entretenimiento», en tanto se convierte en el fin último de la vida, el lugar que deben ocupar, Dios y el prójimo.

Los peores enemigos son las medias verdades y las medias bondades. La Iglesia Católica ha tenido después de la Segunda Guerra Mundial, santos imponentes. Juan XXIII, que fue el hombre que llevó al mundo el calor humano y divino que llevaba en su interior y que dio la vuelta al sentido cristiano de la historia. Juan Pablo II, que sólo recordarle ahorra todo adjetivo. Madre Teresa. Muchos santos e innumerables mártires. Estos gigantes, nos animan pero no parece que podamos imitarles.

Los santos de altar se elevan sobre una tierra preparada de antemano por gente sencilla e «insignificante», los santos de clase media que son los cimientos sobre los que pueden brillar aquellas luminarias. Es la tierra de donde brota el Espíritu Santo, que desde abajo comunica la santidad al pueblo.

La santidad, recuerda Francisco, tiene una componente de aguante muy importante. Es la paciencia, la tensión que no ceja y que es necesaria ante la persecución, la discriminación, la marginación y la calumnia. Así aguantaron, año tras año, Maximilian Kolbe, el cardenal Van Thuan y San Josemaría Escrivá, que aguantó lo que ya está escrito y lo que no lo está (todavía).

Así, poco a poco, va entrando en el mundo, la idea de que la santidad no es la gran parafernalia al servicio de los poderosos sino la gracia que vibra en los pequeños que ni aparecen ni aparentan.

Armando Segura

Ideal de Jaén