(…) Puedes imaginarte mi alegría, mi orgullo y todo lo que quieras por esos sacerdotes que son heroicos hasta decir basta, alegres, humildes y dóciles. ¡Jamás encuentran tropiezo, nada es difícil, todo se puede! Para mi son estímulo permanente y fuente de maravillosa paz. ¡Otro gran milagro de la Gracia…!
Cuando pienso que pronto seremos veinte, la misión se me hace pequeña. ¡Son ahora cinco y atienden con frecuencia increíble, dadas las distancias y penalidades de los caminos, más de 100 iglesias repartidas en 16.000 Km2! De los datos de la estadística de la Curia, (y diario de viajes y labor que también llevamos), leía ayer y gozaba con toda el alma, que en estos meses de trabajo hemos hecho unos seis mil bautizos, entre otras cosas. ¿Verdad que es para quererlos a rabiar?
Son la admiración de estas gentes: no piden nada, se contentan con todo, comen lo que ellos, duermen en un rincón o en el camino, no tienen medida en nada que sea servir, atenderlos, quererlos. ¡Esta es la gracia y la garantía del éxito de sus tareas! Cuando ahora leo a San Pablo y sus andanzas evangélicas y miro a estos hermanos míos, siento envidia y unas ganas tremendas de imitarlos (…)
(…) Todos mis curicas están buenos gracias a Dios y a la Reina de los caminantes y al Santo Ángel Custodio. No es sólo por decirlo: a poco de llegar tuvieron que lanzarse a conocer, y luego atender la parte de territorio que les tocó en suerte: al principio y por unos días los acompañé yo (mientras se soltaban a montar a caballo y se hacían el ánimo a los caminos) y luego ellos a diario a sus tareas. A poco uno de ellos, galleguiño, salió disparado de la caballería y cuando despertó se encontró solo, molido todo el cuerpo y a más de cuatro horas de camino del primer poblado que tuvo que hacer a pie, pues no pudo volver a montar siquiera en su caballo…
Me avisaron (estaba lejos yo) y como no hay médicos y no se sabía qué podía tener “por dentro” (la noticia era que “el padrecito se golpeó duro”) fui lo más pronto que pude: quince horas a caballo a marchas forzadas. Lo encontré tan contento y satisfecho, lo miré bien y no tenía nada importante; me lo llevé a Yauyos, lo dejé allí de “descanso y decoloración” durante un par de semanas y otra vez al monte.
Ahora me dicen que monta mejor y más seguro que nunca y que “el Custodio le ha enseñado más en un porrazo que un profesor de equitación en diez años”. Y es verdad, todos hemos aprendido en la misma escuela y con el mismo maestro”.