Audio del Prelado: Rezar por los vivos y por los difuntos

Último podcast de Mons. Javier Echevarría sobre las obras de misericordia. “Esa necesidad de sostenernos mutuamente con la plegaria, explica el Prelado del Opus Dei (…) tiene todo el sabor de la Iglesia primitiva”. Y recuerda que el Papa nos ha pedido rezar especialmente por los cristianos perseguidos, los inmigrantes, los que carecen de empleo y los ancianos que viven solos.

Más podcast del Prelado del Opus Dei sobre las obras de misericordia

1. Introducción: las Obras de misericordia (1.12.2015)

2. Visitar y cuidar a los enfermos (1.1.2016)

3. Dar de comer al hambriento y dar de beber al sediento (1.2.2016)

4. Vestir al desnudo y visitar a los encarcelados (1.3.2016)

5. Dar posada al peregrino (1.4.2016)

6. Dar sepultura a los difuntos (1.5.2016)

7. Enseñar al que no sabe y dar buen consejo al que lo necesita (1.6.2016)

8. Corregir al que se equivoca (1.7.2016)

9. Perdonar al que nos ofende (1.8.2016)

10. Consolar al triste (1.9.2016)

11. Sufrir con paciencia los defectos del prójimo (1.10.2016)

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“Sin mí no podéis hacer nada”. Estas palabras que Jesús dirige a sus discípulos -a ti, a mí-, nos revelan que, sin nuestro Padre Dios, sin su ayuda, nuestros esfuerzos por vivir la misericordia resultarán vanos; a la vez, nos confía que, por su interés por los hombres y por las mujeres, desea acompañarnos siempre, si obramos rectamente. Por eso, llegados al final de este año jubilar, nos ponemos nuevamente en sus manos y le volvemos a confiar los propósitos que convertirán nuestra vida ordinaria en un tiempo de misericordia.

La última obra que se nos propone es Rezar por los vivos y por los difuntos. Con la oración por el prójimo, en primer lugar reconocemos con humildad que todo bien procede únicamente de Dios, y por eso a Él nos dirigimos; además, obtenemos para las almas la protección divina; y, finalmente, reforzamos los lazos sobrenaturales que nos unen a los otros, también con los que gozan ya de la presencia de Dios.

Esa necesidad de sostenernos mutuamente con la plegaria –tanto por los vivos como por quienes ya han dejado este mundo, pero continúan formando parte de la familia cristiana– tiene todo el sabor de la Iglesia primitiva. “Rezad los unos por los otros, para que os curéis: mucho puede la oración insistente del justo”, dice Santiago apóstol. “Damos gracias a Dios por todos vosotros y os tenemos presentes en nuestras oraciones”, apostilla Pablo a los Tesalonicenses. “Si alguno ve que su hermano comete un pecado que no es de muerte, rece y Dios le dará la vida”, advierte san Juan. Después de oír esto, preguntémonos, amigos y amigas, si sostenemos así a nuestros colegas de trabajo, a nuestra familia, a los vecinos del barrio, a las personas de la parroquia a la que pertenezcamos. Si alguien atraviesa una dificultad, ¿le asistimos con nuestras oraciones, aunque el interesado no llegue a saberlo?

Ayudarse con la oración supone una obra de misericordia que, por querer de Dios, empapa la historia de la Iglesia, desde sus orígenes hasta nuestros días. Actualmente, el Papa nos pide que recemos con intensidad por los cristianos perseguidos, esos hermanos nuestros decididos a perderlo todo con tal de conservar la fe. De igual manera, nos ha invitado a orar por los inmigrantes que arriesgan sus vidas buscando un futuro en otros países, o por quienes carecen de empleo, también por los ancianos que viven solos, y por otras muchas personas necesitadas del calor de la comunión de los santos.

La oración por el prójimo nos impulsará a evitar el individualismo egoísta que conduce a tantos a encerrarse en una vida cómoda y aparentemente segura, atenta exclusivamente a sus necesidades personales, pero insensible al dolor ajeno. San Josemaría señalaba que “hay que reconocer a Cristo, que nos sale al encuentro, en nuestros hermanos los hombres. Ninguna vida humana es una vida aislada, sino que se entrelaza con otras vidas. Ninguna persona es un verso suelto, sino que formamos todos parte de un mismo poema divino”, así hablaba san Josemaría. Por tanto, en una sociedad en la que parecen deshacerse poco a poco los lazos que la mantenían cohesionada –y no es pesimista esta afirmación–, la oración cotidiana será un motivo poderoso de unidad y fortalecimiento.

Los dramas humanos que he mencionado se unen a las dificultades o a las oportunidades con las que cada criatura tropieza en su existencia personal o en su existencia familiar. Por eso, ¡qué evangélico resulta cargar con generosidad sobre nuestra alma los buenos afanes y los pesares de los demás! Y ya que nos proponemos ser cristianamente solidarios, convenzámonos de que cuando un bautizado reza, está ya actuando. Cuando suplicamos la intercesión de Dios, Él nos oye e interviene. No permanece indiferente. Creamos seriamente que podemos cambiar la historia del prójimo, de una familia o de una comunidad con la fuerza de nuestra propia oración. En ocasiones, quizá no veremos los resultados, o el desarrollo de una historia no será el que nosotros habíamos imaginado, pues somos bien conscientes de que el Señor marca otros caminos, siempre misericordiosos, siempre sorprendentes. Pero, ¡soñemos!; oremos por aquellos que no nos ofrecen más esperanza; pidamos lo que esté fuera de nuestro alcance; no pongamos límite a la misericordia de Dios.

En la reflexión sobre la obra de misericordia de Enterrar a los muertos, consideramos con seguridad que la misericordia es capaz de atravesar la barrera de la muerte, y beneficiar incluso a quienes aguardan el premio eterno. Las oraciones por los difuntos poseen esa capacidad de trasladar nuestro amor a quienes han entregado su alma a Dios. San Josemaría nos hacía notar cómo la muerte del hijo de la viuda de Naín conmovió profundamente a Jesucristo, que reaccionó recuperándole a la vida. Lo explicaba con estas palabras: “San Lucas dice: misericórdia motus super eam, [Jesucristo] se movió por compasión, por misericordia hacia aquella mujer”. Aprendamos de esa escena: ¿acaso no puede nuestra oración conmover de nuevo al Señor para que, por su misericordia, otorgue la verdadera Vida a quienes nos han precedido?

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El año jubilar que ahora concluye no debe constituir únicamente un evento más del calendario, sino que ha de impulsarnos hacia el futuro y renovar en nosotros deseos firmes de santidad. Me pregunto y te pregunto, con confianza, con amistad: ¿ha marcado este tiempo una huella en tu alma? ¿Has descubierto a Dios como Padre Misericordioso? ¿Conoces ahora con más profundidad las entrañas del Señor, su interés por cada uno, por cada una?

Recordemos que, como ha dicho el Santo Padre, “no es suficiente haber experimentado la misericordia de Dios en nuestra vida”, sino que con los demás “debemos ser su signo e instrumento a través de pequeños gestos concretos”. Por eso, las catorce obras sobre las que hemos meditado juntos durante estos meses nos invitan permanentemente a plantar la semilla de la “primera evangelización” en tantos corazones que desconocen todavía a Jesucristo o que se han alejado de Él. Al calor de ese afecto nuestro y con ayuda de la gracia, muchas almas, quizá endurecidas por la indiferencia, se abrirán de nuevo al amor de Dios, y despertará en ellos el hambre por conocer al Padre bueno que aguarda su regreso.

Ponemos en manos de la Virgen nuestros propósitos e intenciones. A ella, le suplicamos: Dios te salve, Reina y Madre de misericordia, vida, dulzura y esperanza nuestra (...); vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos; y después de este destierro, muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre. ¡Oh clementísima, oh piadosa, oh dulce Virgen María!