7. Alma de Eucaristía

Memoria del Beato Josemaría Escrivá, entrevista de Salvador Bernal a Mons. Javier Echevarría.

En diversos lugares -por ejemplo, Forja, 826 y 835-, Mons. Escrivá de Balaguer ha escrito sobre la necesidad de que la vida del cristiano sea esencialmente, ¡totalmente!, eucarística. Lo compendiaba en una frase clásica: alma de Eucaristía. En cierto modo, ese rasgo de su espíritu contemplativo está implícito en la Santa Misa. Pero ofrece algunos elementos específicos.

Le gustaba hacer actos de fe explícita en la presencia real de Jesús Sacramentado: creo que estás presente con tu Cuerpo, con tu Sangre, con tu Alma y con tu Divinidad. ¡Jesús, te adoro! Consideraba la Eucaristía prenda segura de nuestra esperanza. Nos razonaba que, si estando aquí en la tierra y no siendo dignos de recibir al Señor, Él se nos entrega, ¡imaginaos qué será cuando le poseamos eternamente en el Cielo!

Cuando en los años cuarenta pudo tener un cuarto definitivo -en el Centro de Diego de León-, se alegró de que estuviese pegado al sagrario: porque así, en la soledad de muchas noches, y durante tantas horas del día, podía rezar y trabajar frente a Nuestro Señor. Esta idea le llevó a disponer la instalación de una tribuna que diera al oratorio, en el cuarto de trabajo del Presidente General del Opus Dei. Como transcurría también allí mucho tiempo, hizo colocar un pequeño reloj antiguo de bolsillo, con el fin de no faltar al horario del Centro.

Jamás entraba en ninguna iglesia sin ir primero a saludar a Jesús Sacramentado: se recogía en oración unos instantes y renovaba su ardiente deseo de hacerle compañía en todos los Tabernáculos del mundo. Me conmovió lo sucedido cuando le acompañé a la Catedral en obras de una ciudad importante. Preguntó al sacristán dónde habían dejado reservado al Señor, y contestó que lo ignoraba, pues cada día lo cambiaban de sitio, y al final nadie sabía dónde estaba. Fue buscando al Señor por la Catedral, y lo descubrió al divisar una lamparilla medio oculta: se arrodilló en tierra y rezó. Después nos dijo que había hecho esta oración: Señor, yo no soy mejor que los demás, pero necesito decirte que te quiero con todas mis fuerzas; y te pido que me escuches: te quiero por los que vienen aquí, y no te lo dicen; por todos los que vendrán y no te lo dirán. Y añadió: ¿no haríais vosotros algo semejante, si vuestros padres -con tantos méritos como tienen- se hubiesen prodigado por los demás, y los demás no les fuesen agradecidos? A Dios le debemos muchísimo más. Él, que es toda la felicidad, toda la hermosura y la verdadera Vida, se ha puesto a disposición de cada uno, para que tengamos parte en esa Vida. ¡Es justo que seamos agradecidos!

Queda señalado en otro lugar, pero no deja de sorprender la creatividad de Mons. Escrivá de Balaguer, al aplicar a Jesús Sacramentado en el Sagrario términos amorosos como saludar, asaltar, cortejar, escaparse...

En los momentos libres que se le presentaban, aunque hubiese de subir y bajar escaleras, se acercaba al oratorio para hacer una genuflexión, acompañada de una jaculatoria, una comunión espiritual o un acto de adoración. No se recataba en ningún momento de dar este consejo: escápate cuando puedas a hacer compañía a Jesús Sacramentado, aunque sólo sea durante unos segundos, y dile -con toda el alma- que le quieres, que quieres quererle más, y que le quieres por todas las personas de la tierra, también por aquellos que dicen que no le quieren.

En una ocasión, el Fundador del Opus Dei había recibido una visita. Al terminar de almorzar, con la naturalidad que le caracterizaba, sugirió: vamos a saludar al Señor. Eran personas cristianas y piadosas, pero se extrañaron al oírle hablar así, porque su tono de voz correspondía al de quien está pensando en alguien muy superior: ¿a quién podremos ir a saludar como señor de esta casa, si el dueño es él? Lo comprendieron al entrar en el oratorio.

Nos insistía, a Mons. Álvaro del Portillo y a mí, que no pasásemos por delante del Tabernáculo, sin decirle que le queréis con toda el alma, que queréis custodiarle en vuestros corazones, que le agradecéis su presencia en el Sagrario para consuelo nuestro, que nos ayude con su fortaleza y su omnipotencia; y, después de hacernos estas consideraciones, agregaba: yo lo hago.

Con esa pasión por Jesús Sacramentado que le consumía, nos rogaba el 26 de febrero de 1970: uníos a mi oración constante. Rezo todo el día y por la noche. Uníos a mi Santa Misa. Haced muchos actos de fe y de amor en la presencia eucarística; y haced muchos actos de desagravio. Decid al Señor que le amáis con toda el alma, que no le queréis hacer sufrir, que deseáis desagraviarle continuamente.

Recomendaba a los sacerdotes que hicieran mucha compañía al Santísimo Sacramento. Quería que aumentase en todos esa piedad eucarística, y les hacía notar que sin hacerlo porque os vean las personas de vuestra iglesia, los feligreses de vuestra parroquia, no os ha de importar que os vean. Si estáis pendientes del Señor, y la gente conoce vuestro amor, os preguntará los motivos; y podéis hablar entonces de ese enamoramiento que os tiene que llenar toda la vida.

Nos repetía constantemente: te doy gracias, Dios mío, porque desde joven me has hecho entrever la maravilla del Amor de este misterio de la Eucaristía.

En 1973, incitaba en sus hijas y en sus hijos este amor creciente a Jesús Sacramentado: Dios nos ha hecho capaces de quererle, de mirarle, de amarle. ¿Cómo?: cumpliendo delicadamente, con esfuerzo, el plan de cada día. Padre, me preguntaréis, ¿pero cómo podemos tratarle más?: metiéndoos en su intimidad, porque somos de su familia; yendo a buscarle donde está, en el Sagrario y en vuestras almas; y decidle que descansáis en Él, en su fortaleza.

Estas palabras, pronunciadas en los últimos años de su vida, son continuidad de cuanto vivió y predicó constantemente. Así, por ejemplo, en 1958 nos urgía: hemos de insistir -a los demás y a nosotros mismos- en que no le dejemos nunca solo en esa cárcel voluntaria del Sagrario, cárcel de amor, donde se ha querido quedar oculto en la Hostia, inerme, por ti y por mí. Y en 1962: desde hace muchísimo tiempo, cuando hago la genuflexión ante el Sagrario, después de adorar al Señor Sacramentado, doy también gracias a los Ángeles, porque continuamente hacen la corte a Dios. Hacer la corte: de ahí viene la palabra cortejar, que es seguir con amor a la persona de la que se está enamorado; así se emplea, en la vida corriente, para decir que un hombre ama a una mujer.

El 10 de junio de 1971, fecha en que se celebraba el Corpus Christi, nos comentaba: hoy me da una alegría especial agradecer a los Ángeles la corte que hacen a Jesús Sacramentado, en todos los Sagrarios, se haga fiesta o no se haga fiesta en honor de Jesús Sacramentado. Es una costumbre mía de siempre, pero hoy me da todavía más presencia de Dios.

Y en otro momento de ese día, agregó: mientras celebraba la Misa esta mañana, le he dicho a Nuestro Señor con el pensamiento: yo te acompaño en todas las procesiones del mundo, en todos los Sagrarios donde te honran, y en todos los lugares donde estés y no te honren.

De otra parte, su devoción a la Eucaristía le llevó también, en los últimos años, a incrementar el espíritu de desagravio.

Tenía hambre de estar en la presencia de Jesús Sacramentado para adorarle, para acompañarle, para reparar -añadía en su humildad- por mis propias miserias y por las miserias de toda la humanidad, para no dejarle solo, ya que en tantos lugares el Señor se encontrará sin esa compañía que deberíamos hacerle todos los hombres.

En 1960 nos hablaba una vez más del misterio de la Eucaristía: el "Gran Solitario", porque la gente le ha abandonado. No entienden de amor, de comprensión, de entrega. ¡Cómo van a entender, si no quieren acudir a la fuente! Yo pido al Señor, para todo el mundo, para mis hijas, para mis hijos y para mí, que sepamos tratar a Cristo en la Eucaristía. Acudid con fe, con delicadeza, con continuidad. No importan nuestras miserias personales, si estamos en gracia de Dios. Precisamente, si nos apoyamos en esa debilidad, sentiremos más conscientemente su necesidad, la necesidad de Dios en nuestra vida. Llevo unos días en los que mi oración de adoración a la Eucaristía tiene todo un matiz de reparación y de súplica, para no abandonarle: peto quod petivit latro poenitens ["te pido lo que te pedía el ladrón arrepentido"]; me veo débil, y me lleno de confianza en el poder de Dios, que nunca desatiende a quien acude con confianza y con humildad.

Y completaba: los sacerdotes hemos de amar tanto el sacerdocio, como para ponerlo continuamente junto al Señor en el Sagrario y transformar toda nuestra vida en una labor espiritual; pero el trabajo nuestro ha de ser como el de los demás: una ofrenda hecha al Señor. Quiero decir que nuestra operatio Dei es una Misa, que empieza a las doce de la noche y termina veinticuatro horas después.

Rezaba y cantaba con frecuencia, el himno Adoro te devote. Para fomentar la fe en la Eucaristía aconsejó a sus hijos que lo recitasen y meditasen todos los jueves, pidiendo al Señor que incrementase la piedad de los cristianos.

Tenía tan arraigados estos modos de vivir su fe, que durante los viajes o en sus salidas por la ciudad, al divisar las torres de las iglesias, le venía a los labios algún verso de este himno: significaba una rápida interrupción de la conversación, que contribuía a su devoción eucarística y a la de los que le acompañábamos. Repetía también una jaculatoria que brotaba muy del fondo de su alma: ¡Jesús, que has curado a tantas almas, haz que te vea como Médico Divino en la Hostia Santa!

Le he oído animar a personas de todas las clases sociales a comulgar con las mejores disposiciones, sin dejarse llevar por los escrúpulos. Al mismo tiempo, recordaba tajantemente las debidas condiciones de dignidad: no comulguéis cuando tengáis una sombra fundada de duda de que habéis podido ofender gravemente al Señor; no os dejéis llevar nunca por los escrúpulos, pero tampoco recibáis al Señor con esa sombra de duda.

Esa finura de conciencia era la principal preparación para recibir al Señor. Pero, en torno a la Eucaristía y al Sagrario mostraba un sinfín de pequeños detalles.

He aprendido del Fundador del Opus Dei a cuidar el Sagrario y los objetos dedicados al culto. Le he visto tocarlos y prepararlos con extrema delicadeza. He presenciado también su serio disgusto, cuando por dejadez se estropeaban cálices, patenas, custodias, altares. Nos hacía notar, con firmeza, que esos incidentes no deberían ocurrir: sé muy bien que también me puede suceder a mí, pero hemos de esmerarnos y poner todo el esfuerzo para que no suceda, sin acostumbrarnos a tratar estos objetos: el amor nos tiene que llevar a esas delicadezas. Y concluía: no poner ese esmero sería ¡desamor!

No entendía que, negándose la gente a comer en un mantel sucio, sin embargo, a veces, se tolerase que los lienzos sagrados tuvieran auténtica mugre: pienso -aseguraba- que el Señor tratará con más dureza estos casos que las faltas que hayamos cometido por pasión. En estos últimos errores, caben los atenuantes de nuestra naturaleza caída; pero, en lo que se refiere al culto, no hay pasión que pueda cegar, ¡hay desamor!, que es una postura que hemos de rechazar cuando tratamos al Señor.

En 1967, nos insistía: cuando se ama, se siente libremente la responsabilidad del cumplimiento del deber; y se siente también el zarpazo, el reproche divino, cuando no hemos cumplido o cuando hemos cumplido menos bien.

Cuando algunos interpretaron mal la reforma litúrgica y se desprendieron de objetos y paramentos que la Iglesia no había excluido, o los dedicaron a usos diferentes, procuró sensibilizar la conciencia de sacerdotes y fieles, para que los recogieran, con el fin de volver a dedicarlos al culto o guardarlos piadosamente, como recuerdos de una tradición cristiana y de una piedad vivida durante siglos. Le daba pena que se perdiera por ligereza ese tesoro.

Amaba sinceramente todas las prácticas del culto. Las consideraba medios necesarios para el trato activo de las almas con el Señor. Era santamente intransigente con cuanto supusiese rutina, descuido o ligereza en esos actos litúrgicos. Por eso, nos aconsejaba que si -por la equivocación de alguien o cualquier otro suceso- nos venían ganas de reír durante la ceremonia, pensásemos en la Pasión del Señor, esos sufrimientos sin límites, padecidos por ti, por mí, por tus ofensas y por mis ofensas a Dios; y, si aun así no eres capaz de dominar ese comportamiento, date un pellizco de modo que te hagas daño, que sientas dolor físico, pero has de evitar todo lo que suponga una distracción o una falta de delicadeza con el Señor que nos preside y a Quien se dirigen los distintos actos de culto.

En fin, su alma eucarística reflejaba también la hondura de su piedad litúrgica.

Siempre me ha sorprendido, cuando le acompañaba a determinadas ceremonias en iglesias, la seguridad y el conocimiento con que participaba: no se equivocaba en los movimientos, seguía los distintos pasos con espontaneidad, como quien ha vivido esas ceremonias durante muchos años.

Quería que en las acciones litúrgicas se fomentase una piedad honda y doctrinal, consecuencia de la participación de los asistentes, lejos de todo anonimato. Amaba las rúbricas y meditaba su contenido para alimentar la fe, pues en cada gesto sabía distinguir un signo que ayuda a tratar al Señor con nuevo encendimiento. Estaba persuadido de que aumentaban la devoción de los que oficiaban y participaban; y deseaba que no hubiese ninguna improvisación, para evitar distracciones: ¡cómo acerca al Señor el rigor en la liturgia, cuando se hace con amor de Dios y con piedad!

Cuando aún era raro dialogar la Santa Misa, enseñó esa costumbre a las personas que tenía alrededor, especialmente a los miembros del Opus Dei: de manera que penetrasen a fondo en la renovación del Sacrificio del Calvario.

Cumplía fielmente las rúbricas, no por rigorismo, sino por valorar su contenido espiritual. Por ejemplo, se ocupó de enseñarnos a encender los candeleros de acuerdo con antiguas tradiciones: primero, lo que tiene más categoría, lo que está a la derecha del Señor; por lo tanto, la vela más cercana, junto al Sagrario; luego las otras de esa zona. Y añadía: pensad que estas normas litúrgicas obedecen a un sentido de piedad y guardan un simbolismo claro de reconocimiento de la Majestad Divina: no podemos descuidarlas, porque significaría no dar categoría al trato de respeto que debemos al Señor.

En cierto modo, quedaría incompleta esta sumaria descripción de la piedad litúrgica de Mons. Escrivá de Balaguer, sin alguna referencia al rezo del Oficio divino.

Conservo un conmovedor recuerdo de cómo rezaba la Liturgia de las Horas. En primer lugar, para evitar retrasos, solía adelantarlo a la primera hora de la mañana. Siempre me impresionó la pausa con que recitaba las palabras del Aperi, Domine ["abre, Señor..."], y el énfasis con que pronunciaba la petición de rezar digne, attente ac devote ["digna, atenta y devotamente"].

Nos aconsejaba que, siempre que pudiéramos, leyésemos el Breviario ante el Sagrario: ante Jesús Sacramentado que tantas veces está abandonado, que tantas veces está solo, y espera la compañía de todos los hombres, especialmente de sus sacerdotes.

He tenido oportunidad de rezar la Liturgia de las Horas con el Fundador del Opus Dei y con Mons. Álvaro del Portillo durante largas temporadas. Algunos días, para alentarnos a un rezo más piadoso -pienso que lo haría especialmente por mí-, nos rogaba: vamos a rezar despacio, meditando y dándonos cuenta de lo que estamos diciendo, uniéndonos nuevamente a la oración de la Iglesia, y pidiendo para que en todo el mundo se rece el Breviario con intensa devoción.

Además, se repetía frecuentemente esta escena: al terminar, anotaba los versículos o textos que más le habían removido durante la lectura. Nos aconsejaba que procediésemos así, cuando alguna frase nos llamara la atención; que no nos dejásemos llevar por la comodidad o por una falsa interpretación del aprovechamiento del tiempo, retrasando tomar esas notas. Y puntualizaba que era mejor hacerlo inmediatamente, para conservar aquello que el Señor había puesto en nuestras almas: además de servir a la propia vida interior, podía ser una luz para la predicación o la actividad sacerdotal.

Me impresionó hondamente la necesidad que tenía del Oficio divino cuando -en los últimos meses de su vida- comenzaron a formarse cataratas en sus ojos. Nos rogó a Mons. Álvaro del Portillo y a mí que rezásemos la Liturgia de las Horas en su presencia, en voz alta, para unirse a nosotros.

He asistido a muchos de sus encuentros con sacerdotes en distintos países, y les solía comentar la bendita obligación de rezar el Oficio Divino, urgiéndoles a que fuesen muy piadosos: ¡no me dejéis el Breviario!; ¡rezad el Breviario con devoción!; rezad el Breviario a primera hora del día, después de que hayáis celebrado; o antes, si tenéis ocasión: no lo dejéis para última hora, ni para cuando estéis cansados.