Llegar a la intimidad con el Espíritu Santo

Álvaro del Portillo relata cómo trataba san Josemaría al Espíritu Santo y aconseja: "Comienza por pedirle que te ilumine para descubrir su presencia en tu alma; que encienda tu voluntad con el fuego del amor; que te fortalezca para seguir sus inspiraciones".

Mons. Álvaro del Portillo bendice a un enfermo en el Colegio Retamar (Madrid, 1993)

“En estas semanas del tiempo pascual, hemos contemplado las apariciones de Cristo Resucitado. ¡Qué gozo experimentarían los Apóstoles al estar de nuevo con Jesús! La Sagrada Escritura nos lo dice expresamente: se llenaron de alegría al ver al Señor (Jn 20, 20) ¡Qué conversaciones tendrían con Él! ¡Qué felicidad a su lado! Y, sin embargo, el Señor les advierte: os conviene que Yo me vaya, pues si no me voy, el Consolador no vendrá a vosotros (Jn 16, 7). Pensad (…) cuál será la grandeza del don del Espíritu Santo para que Cristo pronuncie estas palabras: os conviene que Yo me vaya… Algo podemos vislumbrar, si meditamos que Jesús es el Verbo hecho Hombre, Dios con nosotros; y que el Espíritu Santo, la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, viene a nuestra alma, donde habita con el Padre y el Hijo: Dios en nosotros. Cristo es nuestro Redentor y nuestro modelo; y el Espíritu Santo, nuestro Santificador, que obra dentro de ti y de mí para que nos sepamos hijos de Dios y vivamos de acuerdo con esa dignidad; en una palabra, para hacer de cada uno de nosotros otro Cristo, el mismo Cristo, como nos recordaba nuestro santo Fundador [san Josemaría].

Desde muy joven, nuestro Padre [san Josemaría] cultivó una gran devoción al Espíritu Santo, que fue creciendo a lo largo de su peregrinar en este mundo, en ocasiones por medio de grandes descubrimientos. Uno de esos sucesos tuvo lugar el 8 de noviembre de 1932. Ese día, por la mañana, nuestro Padre anotó un consejo que acababa de recibir en la dirección espiritual apenas una hora antes: Me ha dicho: “tenga amistad con el Espíritu Santo. No hable: óigale”. Al acabar aquella charla, de nuevo en la calle, haciendo oración (…), una oración mansa y luminosa, consideré que la vida de infancia, al hacerme sentir que soy hijo de Dios, me dio amor al Padre; que, antes, fui por María a Jesús, a quien adoro como amigo, como hermano, como amante suyo que soy… Hasta ahora, sabía que el Espíritu Santo habitaba en mi alma, para santificarla…, pero no cogíesa verdad de su presencia (…) Siento el Amor dentro de mi; y quiero tratarle, ser su amigo, su confidente… facilitarle el trabajo de pulir, de arrancar, de encender… No sabré hacerlo, sin embargo: Él me dará fuerzas, Él lo hará todo, si yo quiero… ¡que sí quiero! Divino Huésped, Maestro, Luz, Guía, Amor: que sepa el pobre borrico agasajarte, y escuchar tus lecciones, y encenderse, y seguirte y amarte.

Propósito: frecuentar, a ser posible sin interrupción, la amistad y trato amoroso y dócil del Espíritu Santo. Veni Sancte Spiritus! (De nuestro Padre, 8-XI-1932, en Apuntes íntimos, n. 864)

Debo confiaros que me emociona siempre más y me remueve –como os sucederá a vosotros- la lectura de estas confidencias de nuestro queridísimo Fundador, que tanto nos enseñan de su amor apasionado a Dios y de su vida contemplativa. El trato con la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, ya intenso, creció vigorosamente en su alma desde aquella fecha en que descubrió la impresionante verdad de su presencia santificadora –siento el Amor dentro de mí-, la necesidad de secundar sus mociones –tratarle, ser su amigo, su confidente…, facilitarle el trabajo de pulir…-, la personal indigencia para hacer realidad ese deseo y, al mismo tiempo, la absoluta confianza en la ayuda del Paráclito: Él me dará fuerzas, Él lo hará todo, si yo quiero…

Te invito, hija mía, hijo mío, a confrontar tu respuesta diaria a la gracia con estas palabras de nuestro Padre. Te darás cuenta de que tienes aún mucho camino por delante, hasta llegar a esa intimidad con el Espíritu Santo; quizá, incluso, te parezca que sigue siendo para ti el Gran Desconocido. No te desanimes. Comienza por pedirle que te ilumine para descubrir su presencia en tu alma; que encienda tu voluntad con el fuego del amor; que te fortalezca para seguir sus inspiraciones. Puedes servirte de aquella oración que nuestro Padre compuso en el mes de abril de 1934:

Ven, ¡oh Santo Espíritu!: ilumina mi entendimiento, para conocer tus mandatos: fortalece mi corazón contra las insidias del enemigo: inflama mi voluntad…

He oído tu voz, y no quiero endurecerme y resistir, diciendo: después…, mañana. Nunc coepi! Ahora, no vaya a ser que el mañana me falte.

¡Oh, Espíritu de verdad y de sabiduría, Espíritu de entendimiento y de consejo, Espíritu de gozo y de paz!: quiero lo que quieras, quiero porque quieres, quiero como quieras, quiero cuando quieras… (De nuestro Padre, Nota manuscrita de abril de 1934)

Una oración profunda, para que la medites despacio, ahora que se acerca la fiesta de Pentecostés. He oído tu voz, escribe nuestro Padre. ¿Y qué es esa voz del Espíritu Santo, sino la llamada a ser santos? (…) Hija mía, hijo mío, es preciso que atiendas con fina delicadeza a esta voz del Paráclito, que no te niegues a lo que te está pudiendo ahora mismo y concretamente. Quizá te reclama que cortes algún hilillo sutil que te impide volar alto en la vida interior; o que te decidas a luchar seriamente en un propósito que ya has formulado en otros momentos; o que desarraigues –siempre con su ayuda- un defecto que aún te domina; o que venzas –y te concede la gracia para lograrlo- esos peros que te inventas, por comodidad en el apostolado. Cosas pequeñas… o no tan pequeñas: y siempre obstáculos grandes porque nos apartan de la intimidad con Dios. Quizá te reclama un cambio más radical y hondo de tus disposiciones e incluso de tu carácter, una verdadera conversión: que te decidas, sin componendas de ningún género, a ser humilde de corazón (Mt 11, 29). El Espíritu Santo quiere formar a Cristo en ti, y en ocasiones tiene que hacerlo a golpe de cincel, por medio de la contradicción, del dolor o de las humillaciones, pequeñas o grandes. No des lugar al miedo y abre tu alma a esa acción divina. Hodie, si voce meiu saudieritis, nolite obdurare corda vestra (Salmo 94, 9; Hb 3, 8, 15; 4, 7), recuerda reiteradamente la Sagrada Escritura: si percibes la voz de Dios, no endurezcas tu corazón.” (Carta, 1-V-1991, III, n. 136-138)