El reino de Dios y su justicia: la justicia (II)

Las relaciones más importantes de nuestra vida definen los deberes más importantes. La justicia nos dibuja una especie de mapa para no perderlos de vista. Editorial de la serie sobre virtudes “Muy humanos, muy divinos”.

La tarde avanza en la plaza del pueblo, y el amo de la viña encuentra aún a otros obreros sin ocupación. «Nadie nos ha contratado», le responden. El amo los manda a trabajar a su viña, aunque quede ya poco para que oscurezca (cfr. Mt 20,7). La convicción de que la justicia social depende concretamente de sus propias decisiones lleva al propietario de la viña a contratar a aquellos pobres hombres. Por culpa suya o no, habían perdido todo el día, y quizá carecerían hasta de lo más indispensable para subsistir. Sobre todo, sufrirían por no sentirse útiles, lo cual supone una angustia existencial profunda. El amo de la viña, pues, no se limita a darles dinero, sino que les ayuda a dotar su vida de sentido. Jesús no propone una solución política, pero quiere subrayar que el «hambre y sed de justicia» (Mt 5,6) debe llevarnos a buscar soluciones creativas para los problemas sociales, y que nunca será una actitud cristiana centrarse exclusivamente en las cuestiones personales.

Calor de la caridad, solidez de la justicia

La misma justicia que nos lleva a reconocer a los demás en sus diferencias y, por tanto, a respetar todo lo que les pertenece (su vida, su buena fama, sus propiedades) requiere reflexionar sobre los elementos mínimos que son necesarios para una vida humana digna, y actuar en consecuencia. Si Dios nos regaló todos los bienes de la tierra para que los hombres y mujeres disfrutemos de la vida en comunidad, no puede dejarnos indiferentes que, mientras algunos gozan de vidas holgadas, otros se mueran de hambre o no puedan beneficiarse, por ejemplo, de una educación que les abriría las puertas a nuevas posibilidades.

«El mundo existe para todos, porque todos los seres humanos nacemos en esta tierra con la misma dignidad. (...) Por consiguiente, como comunidad estamos conminados a garantizar que cada persona viva con dignidad y tenga oportunidades adecuadas a su desarrollo integral»[1]. Los desafíos ecológicos, por ejemplo, no pueden abstraerse de una reflexión sobre la justicia. Más allá de la legítima opinión que se tenga sobre los distintos problemas y sus posibles soluciones, un cristiano siempre deberá sentirse responsable acerca del tipo de mundo que queremos dejar a las próximas generaciones.

El calor de nuestra caridad y la solidez de nuestra justicia nos darán los criterios y la fuerza necesaria para vivir de la mejor forma posible nuestras relaciones con los demás. Lógicamente, los vínculos de la caridad condicionan nuestros deberes de justicia y estas dos virtudes determinan muchas de las decisiones que tomamos cotidianamente: preocuparme por mi familia tiene prioridad sobre otras posibles iniciativas sociales. El «orden de la caridad»[2] en el que insistía san Josemaría es también un orden de la justicia: no sería justo en el trato con mi madre enferma si no encontrara tiempo para visitarla por estar ocupado con proyectos solidarios muy valiosos, pero que me impiden vivir mis deberes de hija o de hijo. Si la generosidad desmedida del propietario de la viña, preocupado de que muchos gozaran de un trabajo digno, le llevara a poner en riesgo la solvencia familiar, no sería del todo justo hacia los suyos.

Pero los vínculos de justicia también nos ayudan a afinar en la caridad. El amor hacia la propia familia y conocidos podría ser a veces desordenado y llevarnos a refugiarnos en nuestra vida privada, sin querer darnos cuenta de las necesidades de tantos hombres y mujeres a nuestro alrededor; también podría llevarnos a buscar siempre la ventaja para los nuestros, incluso dañando a terceros. Por eso nos hace bien observar la actitud del dueño de la viña: a pesar de que tenía una situación cómoda y placentera, en la que gozaba probablemente de abundantes riquezas, decide complicarse la vida; recorre varias veces las calles y ofrece a muchos obreros la oportunidad de recibir dinero por su trabajo. Así es el hambre de justicia de quienes siguen a Jesús, que los lleva a abandonar la propia comodidad.

Caridad y justicia, en fin, necesitan entrelazarse en una visión de la realidad regida por una conciencia viva de todo lo que en nuestra persona y en nuestra vida es relación. «La justicia que puede ser fundamento estable de la paz es la justicia de los hijos de Dios, la justicia vivificada por la caridad que ve hermanos en los demás, hijos del mismo Padre celestial»[3]. Nuestra santidad consiste, en buena medida, en descubrir que el otro forma parte de nuestra vida.

Relaciones y deberes

En la Escritura la palabra «justicia» tiene un significado mucho más rico que en su acepción actual. «La justicia no es una abstracción ni una utopía. En la Biblia, es el cumplimiento honesto y fiel de todo deber para con Dios, es hacer su voluntad»[4]. Cuando se afirma, por ejemplo, que san José era justo, se nos quiere dar a entender que era santo, es decir, que en cada situación hacía lo correcto. Una dimensión muy importante de todas las decisiones del santo Patriarca era la de sopesar sus deberes hacia el Señor y hacia las demás personas, especialmente hacia María, para ordenar las prioridades de su vida y de su corazón. La persona justa no es tanto quien se cree la medida de todas las cosas como quien se deja medir y organiza su vida según sus relaciones con los demás. «El justo vivirá de la fe» (Hb 10,38).

Al leer las obras de san Josemaría puede sorprendernos que, junto con pasajes en los que describe el amor y la entrega como rasgos distintivos de la vida cristiana, en muchas otras ocasiones afirme que la santidad consiste sencillamente en cumplir el deber de cada instante. «Nuestra vida —la de los cristianos— ha de ser así de vulgar: procurar hacer bien, todos los días, las mismas cosas que tenemos obligación de vivir; realizar en el mundo nuestra misión divina, cumpliendo el pequeño deber de cada instante»[5]. Que el concepto de «deber» goce de una posición tan destacada en sus escritos puede despertar cierto desconcierto en el lector o creyente contemporáneo. En efecto, convertir el ideal cristiano en el cumplimiento puntilloso de un cúmulo de mandamientos no solo es poco atractivo, sino que además puede terminar por causarnos agobio y tristeza. Si el cristianismo es la religión del amor y, por lo tanto, de la libertad, ¿por qué el énfasis de san Josemaría en una palabra aparentemente tan sobria y fría como «deber»? De hecho, a pesar de la extrañeza que nos causa el modo de comportarse del dueño de la viña, lo que despierta nuestra admiración hacia él es precisamente esa generosidad que va más allá de un simple sentido del deber.

Sin embargo, no comprenderíamos la profundidad del pensamiento de san Josemaría si creyéramos que su mensaje es tan solo un llamado frío y seco a cumplir los deberes de nuestra vida ordinaria. No es el cumplimiento en sí lo que nos acerca a Dios, sino el amor que nos lleva a realizar cada tarea de nuestro día con la mayor perfección posible. «La devoción sincera, el verdadero amor a Dios, lleva al trabajo, al cumplimiento —aunque cueste— del deber de cada día»[6]. Pero para que la caridad, que está llamada a ser el motor y el fin de todos nuestros actos, no pierda la tensión necesaria hacia lo que es importante en cada momento, necesitamos de la virtud de la justicia, que nos dibuja una especie de mapa con los hitos importantes para cada jornada. Su definición parte de este principio: todo deber se fundamenta en una relación. Las relaciones más importantes de nuestra vida definen los deberes más importantes.

El deber de cada instante

No pocos deberes de justicia son fruto y manifestación del amor, que demostramos viviéndolos con delicadeza. Cuidar a los propios hijos y dedicarles tiempo es un deber de justicia, que surge lógicamente del amor. Su cumplimiento muchas veces nos llenará de alegría, y ni siquiera tendremos que proponérnoslo; pero a veces podrá sentirse como un deber más pesado, porque colisiona con otras posibles actividades, o porque estamos especialmente cansados. Rendir en el trabajo es también un deber, no solo hacia nuestro jefe, sino también hacia nuestra familia y hacia la sociedad. Si recibimos un determinado sueldo por un tiempo y unos resultados determinados, es una cuestión de justicia esforzarnos por conseguirlos. Y, en definitiva, un cristiano que intenta transformar todos sus quehaceres en oración y en ocasión de amar a Dios y a los demás descubre posibilidades de servir en todas las circunstancias de su trabajo.

Por otra parte, a veces podría parecer que exigir para sí el respeto de ciertos derechos podría oponerse a la caridad. Sin embargo, san Josemaría siempre enseñó que una manifestación de la mentalidad laical —es decir, del sentido de pertenencia al mundo— consiste en exigir, con caridad y respeto, lo que nos corresponde. Luchar, por ejemplo, por un merecido aumento de sueldo o por que se respete una palabra empeñada no significa no saber perdonar o no contentarse con lo que se tiene, sino que consolida la práctica de la justicia en nuestro entorno y en la sociedad, en beneficio de todos. «Si somos justos, nos atendremos a nuestros compromisos profesionales, familiares, sociales..., sin aspavientos ni pregones, trabajando con empeño y ejercitando nuestros derechos, que son también deberes»[7].

Las relaciones de justicia se transforman, pues, en un camino muy concreto para hacer en cada instante lo correcto, es decir, lo justo. Preguntarnos cada día en la oración por nuestros deberes nos ayuda a enfocar nuestro amor en los vínculos concretos que conforman nuestra vida. También los obreros de la parábola, independientemente de la hora en la que fueron contratados y del acuerdo que establecieron con el amo de la viña, se esforzaron por cumplir con su deber y por obtener la recompensa prometida.

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«A la caída de la tarde le dijo el amo de la viña a su administrador: “Llama a los obreros y dales el jornal, empezando por los últimos hasta llegar a los primeros”» (Mt 20,8). Dios está empeñado en que todos los hombres se salven, y desea también que todos gocemos de una vida terrena lo más digna posible. Esto nos lleva a cuidar con especial esmero cada uno de nuestros deberes, para hacer de este mundo un lugar más humano y más divino. A la vez, sabemos que la justicia plena solo se conseguirá al final de los tiempos y que está en las manos de Dios. «Sólo Dios puede crear justicia. Y la fe nos da esta certeza: Él lo hace»[8]. Sí, «los últimos serán primeros» (Mt 20,16). Quienes se ocupan «del Reino de Dios y de su justicia» (Mt 6,33) pueden gozarse en la justicia de Dios: «Por él perdí todas las cosas y las considero como basura con tal de ganar a Cristo y vivir en él, no por mi justicia, la que procede de la Ley, sino por la que viene de la fe en Cristo, justicia que procede de Dios por la fe» (Flp 3,8-9).


[1] Francisco, Fratelli tutti, n. 118.

[2] Cfr. San Josemaría, Cartas 4, n. 14; 6, n. 7.

[3] F. Ocáriz, «La herencia espiritual de Mons. Álvaro del Portillo», marzo 2014, opusdei.org.

[4] Francisco, Discurso, 25-II-2023.

[5] San Josemaría, Forja, n. 616.

[6] Forja, n. 733.

[7] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 169.

[8] Benedicto XVI, Spe salvi, n. 44.

Gaspar Brahm