Celibato (Voz del diccionario de San Josemaría Escrivá de Balaguer)

¿En qué consiste el celibato? ¿Qué origen histórico tiene? ¿Quiénes y por qué viven el celibato apostólico en el Opus Dei?

Sumario
1. Breve panorámica histórica
2. Celibato, amor y misión
3. El celibato apostólico en el Opus Dei


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Voz «Celibato» del Diccionario de San Josemaría Escrivá de Balaguer, que aborda la figura y la predicación del fundador del Opus Dei desde una doble perspectiva: una biográfico-histórica y otra teológico-espiritual, con el objeto de facilitar el conocimiento de su personalidad y de su mensaje.

La palabra “celibato” designa la condición del célibe, es decir, de la persona que no ha contraído matrimonio. Esa definición, lingüísticamente negativa, permite intuir que se aplica a situaciones muy diversas.

El celibato es la condición de quienes no han contraído matrimonio, pero piensan en contraerlo y ponen los medios para lograrlo mediante el trato con personas del otro sexo, etc. Es también la de quienes, al menos en un principio, pensaron en contraer matrimonio, pero por circunstancias varias (dedicación absorbente a algunas tareas, necesidad de atender a miembros de la propia familia, etc.), no lo contraen de hecho. Y, finalmente, la de quienes consciente y voluntariamente asumen –por una u otra razón, ordinariamente relacionada con la práctica de la religión– una opción y un compromiso celibatarios. Tal es el celibato del que aquí nos ocupamos. Más concretamente del celibato que, partiendo de los textos neotestamentarios, se ha vivido y se vive en la tradición cristiana, y del que se ocupa la presente voz para exponer la enseñanza de san Josemaría a ese respecto.

San Josemaría predica y escribe sobre la vocación al celibato por el reino de los cielos (es la expresión que emplea el Evangelio), en cuanto pastor: más que proponer una teoría del celibato, lo vive y enseña a vivirlo. Y lo hace además en cuanto fundador y, por tanto, dirigiéndose a los fieles del Opus Dei, cristianos corrientes que viven y se santifican en medio del mundo, aunque, como es lógico, bastantes de sus orientaciones tengan un alcance más amplio. Antes de exponer esa enseñanza resultará útil ofrecer una panorámica histórica que ayude a encuadrarla.

1. Breve panorámica histórica sobre el celibato

Los textos neotestamentarios en los que se habla del celibato, y en los que aparece recomendado, son fundamentalmente dos. El pasaje del Evangelio según san Mateo en el que Jesucristo alaba a los que han decidido no contraer matrimonio “por el Reino de los cielos”, propter Regnum coelorum (Mt 19, 12). Y el texto de la Primera Carta a los Corintios en el que san Pablo habla del celibato y del matrimonio como dones o vocaciones divinas, señalando a la vez la excelencia de la primera (1 Co 7, 3-7, 25-35).

Ya desde la misma época apostólica hubo cristianos, hombres y mujeres, que acogieron esa invitación y asumieron el compromiso del celibato; los primeros solían ser designados como ascetas o continentes; las segundas como vírgenes. Entre estas últimas –más numerosas– se llegó en bastantes casos a una configuración de tipo consecratorio, dando origen incluso a un rito litúrgico. No faltaron sin embargo mujeres que continuaron asumiendo el celibato sin variar su condición canónica o eclesial.

Con la aparición y difusión del monaquismo a principios del siglo IV, ascetas y vírgenes, tanto las consagradas como las no consagradas, fueron integrándose en las diversas comunidades monásticas que se constituyeron. La realidad –e incluso la idea– de un compromiso de celibato asumido por cristianos corrientes que seguían viviendo en medio del mundo desapareció.

Salvo casos excepcionales, sólo hubo en la Iglesia, durante bastantes siglos, dos figuras de celibato: el celibato sacerdotal y el celibato monástico o, en términos más genéricos, religioso o consagrado.

La situación cambia en la primera mitad del siglo XX, cuando se produce un movimiento general de vuelta a las fuentes y por tanto a la condición de los primeros cristianos, también por lo que se refiere a un celibato asumido por quienes mantenían su vocación laical y, por tanto, en medio del mundo y en orden a la santificación del mundo. Este es el caso del celibato que viven algunos miembros del Opus Dei y el que san Josemaría tuvo presente en su predicación.

2. Celibato, amor y misión

Las palabras propter Regnum coelorum con las que, siguiendo el hablar de Cristo, suele definirse el celibato cristiano, evocan el amplio y rico significado que en la Sagrada Escritura tiene la expresión “reino de los cielos”: el señorío que en consonancia con su condición de Creador corresponde a Dios sobre la totalidad del universo; la acción poderosa, amorosa y salvadora con la que Dios elige a Israel y lo dirige a lo largo de la historia preparando la venida del Mesías; Cristo que con su muerte y resurrección consuma el designio de salvación, de modo que el Reino se hace presente en Él y, desde Él, se extiende a toda la humanidad, y a la creación entera tal y como será renovada al final de los tiempos.

Asumir el compromiso de celibato respondiendo a la llamada divina –es Dios, en efecto, quien concede ese don– implica, por tanto, quedar por entero en la esfera de la acción de la gracia, participando en el amor y la misión de Cristo. En su predicación san Josemaría insistió siempre en el amor, en el amor que Dios nos tiene, y nos ha manifestado en Cristo, y en el amor con que el hombre debe corresponder. “¿Saber que me quieres tanto, Dios mío, y... no me he vuelto loco?” (C, 425); “Jesús, que sea yo el último en todo... y el primero en el Amor” (C, 430); “¿Que cuál es el secreto de la perseverancia? El Amor. –Enamórate, y no “le” dejarás” (C, 999).

Los pasajes mencionados –a los que podrían añadirse muchos otros– se refieren a la totalidad de los cristianos, sea cual sea su estado o condición. Tienen pues aplicación, y muy especial, a quienes son llamados al celibato. Quienes siguen ese camino vocacional no son personas que “no comprenden o no aprecian el amor; al contrario, sus vidas se explican por la realidad de ese Amor divino –me gusta escribirlo con mayúscula– que es la esencia misma de toda vocación cristiana” (CONV, 92). Quien es llamado por Dios al celibato es alguien que sabe amar, y, porque sabe, es capaz, con la ayuda de la gracia divina, de lanzarse por un camino en el que el amor a Dios deberá llenar todas las capas de su personalidad.

Esta honda comprensión de la relación entre amor y celibato refleja por lo demás su propia experiencia, ya que –según él mismo ha contado– se orientó hacia el sacerdocio cuando, a la edad de dieciséis o diecisiete años, “comencé a barruntar el Amor, a darme cuenta de que el corazón me pedía algo grande y que fuese amor” (Meditación, 19-III-1975: AVP, I, p. 97).

En la contestación a la entrevista de Conversaciones de la que acabamos de reproducir unas palabras, san Josemaría añade una segunda razón que fundamenta el celibato, poniendo de manifiesto su importancia para la vida de la Iglesia. Se trata de un pasaje en el que, después de recordar que en la Iglesia, obispos y sacerdotes están llamados al celibato dice: “los célibes tienen de hecho mayor libertad de corazón y de movimiento, para dedicarse establemente a dirigir y sostener empresas apostólicas, también en el apostolado seglar” (CONV, 92). Esta razón puede parecer de menor peso, e incluso meramente funcional y pragmática, pero sólo si se la separa de su contexto, ya que en realidad lo que hace es recordar que la llamada al celibato es, a la vez, llamada a participar en la misión de Cristo.

El celibato cristiano se elige y se vive en el amor. Pero, ¿amor hacia quién? Hacia Dios y hacia los hermanos, a quienes la misión llama a servir. “El amor de Dios y el apostolado, como motivo del celibato, no son inseparables, sino intrínsecos el uno al otro. La razón de ser del celibato es el amor a Jesucristo; y este amor al Señor necesariamente comporta la participación en su misión” (Burkhart - López, I, 2010, p. 221).

La inseparabilidad de los dos motivos del celibato cristiano pone de relieve el valor y la grandeza de esta condición de vida que implica tener como horizonte radical y pleno a Dios y a su Iglesia. De ahí las constantes declaraciones de la Tradición y del Magisterio en ese sentido. Desde la época patrística, en la que los escritos sobre la virginidad y el celibato son numerosos, hasta el Concilio de Trento (cfr. Concilio de Trento, sesión XXIV, canon 10: DS, 1810) y el Concilio Vaticano II (cfr. LG, 41; PO, 16, etc.), por no mencionar las múltiples referencias en los documentos, alocuciones, etc., de los pontífices recientes.

Señalemos, por lo demás, que la inseparabilidad entre esos dos motivos redunda en toda la vida celibataria. El célibe que se abre al don de Dios recibe el impulso “a entregar el cuerpo y el alma al Señor, a ofrecerle el corazón indiviso, sin la mediación del amor terreno” (CONV, 122). Ese impulso, ese amor, sostendrá toda su vida y será el motivo de la perseverancia: la auténtica caridad engendra una fuerte ternura por Cristo, que lleva a orientar por entero, y cada vez más hondamente los afectos del corazón (cfr. C, 164). Y a su vez hará que ese corazón, delicadamente dirigido hacia Dios, se abra cada vez más sincera y auténticamente al amor a los hombres.

Por eso san Josemaría gustaba de unir al substantivo “celibato” el adjetivo “apostólico”, subrayando la unidad entre los dos motivos que el celibato cristiano implica.

Luchar por vivir la castidad, la pureza del corazón y de los afectos, es condición indispensable para crecer en el amor a Dios y en la entrega y el servicio a los hermanos. “La pureza enrecia, viriliza el carácter” (C, 144), “actúa en la vida cristiana como la sal que preserva de la corrupción, y constituye la piedra de toque para el alma apostólica” (AD, 175), para la apertura hacia la trasmisión del don de la vida, también de la vida espiritual. El cristiano fiel a su compromiso de celibato puede así recibir una fecundidad con la cual participa de la paternidad divina: Dios “da el ciento por uno: y esto es verdad hasta en los hijos. –Muchos se privan de ellos por su gloria, y tienen miles de hijos de su espíritu. –Hijos, como nosotros lo somos del Padre nuestro, que está en los cielos” (C, 779).

Por esto, san Josemaría se opuso siempre a todo intento de presentar la opción por el celibato como la consecuencia de la falta de energía o de la incapacidad para la vida afectiva. El cristiano, todo cristiano, debe tener corazón y, con ese único corazón, amar a Dios y a los hombres: “Los cristianos estamos enamorados del Amor: el Señor no nos quiere secos, tiesos, como una materia inerte. ¡Nos quiere impregnados de su cariño! El que por Dios renuncia a un amor humano no es un solterón, como esas personas tristes, infelices y alicaídas, porque han despreciado la generosidad de amar limpiamente” (AD, 183).

Esta realidad se aplica a todo celibato cristiano. Al celibato propio de la vida consagrada, a la que san Josemaría siempre manifestó gran aprecio, aunque fuera un camino muy distinto de aquél al que Dios le había llamado. Al celibato sacerdotal, que él mismo vivía y del que siempre subrayó la riqueza espiritual y humana: “Mienten –o están equivocados– quienes afirman que los sacerdotes estamos solos: estamos más acompañados que nadie, porque contamos con la continua compañía del Señor, a quien hemos de tratar ininterrumpidamente” (F, 38). Al celibato de quien, acogiendo la llamada divina, decide permanecer célibe en medio del mundo, precisamente para santificar desde dentro ese mundo en el que vive; es decir, al celibato apostólico, por usar la expresión a la que acudió con frecuencia, a veces dándole un significado genérico, pero, en otros muchos momentos, reservándola para el celibato vivido en medio del mundo y siendo del mundo, al que nos referiremos en el apartado siguiente.

Añadamos ahora que la decidida afirmación de la centralidad del amor en la vida celibataria no lleva a san Josemaría a olvidar que el amor es esencial para todas las vocaciones en la Iglesia. Aquí se manifiesta el sentido de comunión en el seno de la Iglesia, que es –junto al amor– una de las claves fundamentales de su predicación sobre el celibato y en general sobre la diversidad de vocaciones o condiciones cristianas. En sus obras, se encuentran frecuentes pasajes en los que acude al procedimiento de enumerar distintos estados o condiciones –célibes, casados, viudos, sacerdotes, hombres, mujeres, jóvenes, ancianos, etc.– precisamente para subrayar que todos están igualmente llamados a la santidad y al amor divino “que es la esencia misma de toda vocación cristiana” (CONV, 92): “Cada uno en su sitio, con la vocación que Dios le ha infundido en el alma –soltero, casado, viudo, sacerdote– ha de esforzarse en vivir delicadamente la castidad, que es virtud para todos y de todos exige lucha, delicadeza, primor, reciedumbre, esa finura que sólo se entiende cuando nos colocamos junto al Corazón enamorado de Cristo en la Cruz” (AD, 184; cfr. ECP, 25).

Por eso san Josemaría reitera y hace suya la constante predicación cristiana sobre “la excelencia y el valor del celibato” (CONV, 45; cfr. CONV, 92, 122; AD, 184). A la vez proclama que el matrimonio no es una mera institución social, ni la condición en la que son dejados los cristianos que no reciben la llamada al celibato, sino una vocación cristiana en el sentido fuerte y pleno de la expresión: “Llevo casi cuarenta años –afirmaba en 1968– predicando el sentido vocacional del matrimonio. ¡Qué ojos llenos de luz he visto más de una vez, cuando –creyendo, ellos y ellas, incompatibles en su vida la entrega a Dios y un amor humano noble y limpio– me oían decir que el matrimonio es un camino divino en la tierra!” (CONV, 91).

3. El celibato apostólico en el Opus Dei

Desde el principio, desde el 2 de octubre de 1928, el mensaje del Opus Dei se dirige a todo tipo de personas, de cualquier profesión u oficio, solteros o casados.

San Josemaría vio enseguida que en el Opus Dei debía de haber “personas [...] que, para asegurar la continuidad de las tareas apostólicas, se comprometan a vivir en celibato, y a las que, entre otras cosas, por su mayor disponibilidad fáctica, se les reserven determinadas funciones de dirección o formación” (IJC, pp. 43-44). Comprendió también que habría de comenzar incorporando en el Opus Dei a quienes se comprometieran al celibato: de esa forma se daría solidez a la Obra, y se sentarían las bases para que, cuando llegara el momento oportuno, se pudieran abrir las puertas a todo tipo de personas. “En consecuencia orientó así su labor fundacional, invitando a comprometerse en celibato apostólico –según la expresión que le gustaba emplear– a quienes veía que podían tener esta vocación, al mismo tiempo que predicaba con fuerza y claridad el valor cristiano del matrimonio. Como fruto de esta labor fue desarrollándose el Opus Dei, en el que, desde el principio, se afirma la posibilidad de que formen parte de él tanto personas célibes como casadas, aunque el modo de pertenencia de unos y otros recibe configuraciones diversas, de acuerdo con lo que permitía el derecho canónico de la época, hasta llegar al completo reconocimiento de que unas y otras podían ser miembros del Opus Dei de pleno derecho” (Ocáriz, “La vocación al Opus Dei como vocación en la Iglesia”, en OIG, p. 184).

Paralelamente advirtió, también desde los inicios, que el ambiente al que antes nos referíamos, es decir, la tendencia a unir el celibato sólo a la condición sacerdotal o a la vida religiosa, reclamaba poner de manifiesto la naturaleza del compromiso de celibato que promovía. Más concretamente, la necesidad de subrayar que ese compromiso de celibato “no implica la menor referencia de consagración o de renuncia a las actividades seculares. Al contrario: se sitúa en un contexto de plena y radical afirmación del valor de lo secular” (Illanes, “Iglesia en el mundo: la secularidad de los miembros del Opus Dei”, en OIG, p. 293).

Supone el reconocimiento del pleno valor cristiano de las realidades seculares y la conciencia de que el cristiano corriente debe santificarse en y a través de ellas. Y surge, por tanto, en el seno de esa conciencia, y a su servicio, correspondiendo a la invitación divina de santificarse en y a través de la vida ordinaria, no sólo con plenitud de entrega sino con la disponibilidad, también fáctica o material que el celibato implica, a la difusión, con la palabra y con el ejemplo, de la llamada universal a la santidad y al apostolado en medio del mundo.

El celibato en el Opus Dei es secular y laical, porque es asumido en orden a la personal santificación en medio del mundo y al servicio de una misión que hace referencia a esa santificación.

En esa misma línea de explicar los rasgos y la significación del compromiso de celibato en el Opus Dei, se sitúa el uso (documentado ya a principios de los años treinta –cfr. Casas Rabasa, 2009, pp. 371-411– aunque puede ser anterior) de la expresión “celibato apostólico” entendida no solo en sentido genérico –todo celibato cristiano implica, como antes se dijo, referencia a la misión–, sino específico. El celibato de los miembros del Opus Dei no sólo tiene una dimensión apostólica, sino que esa dimensión lo cualifica y condiciona: su razón de ser estriba en la orientación de la existencia a la luz de una llamada divina que lleva a mostrar con la totalidad de la propia vida que todas las situaciones humanas seculares son fuente y ocasión de santidad.

Para explicar la realidad del espíritu y de la vida del Opus Dei, san Josemaría acudió con alguna frecuencia al ejemplo de los primeros cristianos. “La manera más fácil de entender el Opus Dei –afirmaba en una de sus entrevistas– es pensar en la vida de los primeros cristianos. Ellos vivían a fondo su vocación cristiana; buscaban seriamente la perfección a la que estaban llamados por el hecho, sencillo y sublime del Bautismo. No se distinguían exteriormente de los demás ciudadanos.

Los socios del Opus Dei son personas comunes; desarrollan un trabajo corriente; viven en medio del mundo como lo que son: ciudadanos cristianos que quieren responder cumplidamente a las exigencias de su fe” (CONV, 24) Esa comparación, realizada en esa entrevista, en la que hablaba en términos generales, la reiteró en diversos momentos respecto al celibato, aludiendo a “aquellos ascetas y aquellas vírgenes, que dedicaban personalmente su vida al servicio de la Iglesia –no se encerraban en un convento: se quedaban en medio de la calle, entre sus iguales” (Instrucción, 8-XII- 1941, n. 81: AGP, serie A.3, 90-1-2).

Como antes se decía, desde 1928 san Josemaría percibió que el espíritu del Opus Dei se dirigía a personas de toda condición. La decisión de iniciar su apostolado promoviendo la incorporación a la Obra con compromiso de celibato, connotaba, por tanto, ya desde el comienzo, la intención de ir preparando el momento en que personas casadas pudieran formar parte del Opus Dei. Ese momento llegó en los años 1948 y 1949, poco después de que el Opus Dei hubiera recibido, el 24 de febrero de 1947, la primera aprobación pontificia: dos documentos de la Santa Sede, y la posterior aprobación definitiva, otorgada el 16 de junio de 1950, lo hicieron posible. En los años siguientes el Opus Dei se desarrolló ampliamente, de forma que en 1967 su fundador podía pronunciar las siguientes palabras: “Quienes han seguido a Jesucristo –conmigo, pobre pecador– son: un pequeño tanto por ciento de sacerdotes, que antes han ejercido una profesión o un oficio laical; un gran número de sacerdotes seculares de muchas diócesis del mundo –que así confirman su obediencia a sus respectivos Obispos y su amor y la eficacia de su trabajo diocesano–, siempre con los brazos abiertos en cruz para que todas las almas quepan en sus corazones, y que están como yo en medio de la calle, en el mundo, y lo aman; y la gran muchedumbre formada por hombres y por mujeres –de diversas naciones, de diversas lenguas, de diversas razas– que viven de su trabajo profesional, casados la mayor parte, solteros muchos otros, que participan con sus conciudadanos en la grave tarea de hacer más humana y más justa la sociedad temporal; en la noble lid de los afanes diarios, con personal responsabilidad –repito–, experimentando con los demás hombres, codo con codo, éxitos y fracasos, tratando de cumplir sus deberes y de ejercitar sus derechos sociales y cívicos” (CONV, 119).

En la actualidad podría emplearse un lenguaje parecido, señalando que el número de los fieles de la Obra ha aumentado hasta alcanzar los 89.000 [Actualmente forman parte de la prelatura alrededor de 92.900 personas, de las cuales unos 2.095 son sacerdotes, según el Anuario Pontificio de 2018], de ellos la mayoría unidos en matrimonio.

Conviene añadir que en el Opus Dei no sólo hay célibes y casados, sino que esas dos situaciones son, por lo que se refiere a la configuración del Opus Dei, complementarias. Es decir, contribuyen a poner de manifiesto y a realizar la misión propia de la Prelatura: difundir la conciencia de la posibilidad de santificar todas las realidades terrenas, y hacerlo desde dentro de ellas mismas, esforzándose por santificar cada uno la condición a la que Dios le ha llamado y en la que, a través de las circunstancias históricas, le coloca. Es por eso connatural al Opus Dei que lo integren personas de variadas razas y países, hombres y mujeres, solteros y casados, jóvenes y ancianos, profesionales dedicados a las más diversas tareas y oficios.

Y todo esto teniendo en cuenta una afirmación decisiva que san Josemaría reiteró innumerables veces: la unidad de vocación; el hecho de que en el Opus Dei no hay categorías o grados de miembros, porque en todos los fieles del Opus Dei, sea cual sea su posición en la sociedad, se da la misma realidad espiritual –la llamada a santificar cada uno su propio estado o condición– y de que todos tienen plena responsabilidad de contribuir a la misión propia de la Prelatura. “En la Obra –afirma san Josemaría– no hay grados o categorías de miembros. Lo que hay es una multiplicidad de situaciones personales –la situación que cada uno tiene en el mundo– a la que se acomoda la misma y única vocación específica y divina: la llamada a entregarse, a empeñarse personalmente, libremente y responsablemente, en el cumplimiento de la voluntad de Dios manifestada para cada uno de nosotros” (CONV, 62).

Dicho con otras palabras: la gran variedad de fieles cristianos que forman parte del Opus Dei, “reflejo de la que existe en el entero Pueblo de Dios, lleva consigo una diversidad de modos de ser miembro del Opus Dei; modos, sin embargo, que no son grados de mayor o menor pertenencia a la Obra, ni comportan diversidad de vocación peculiar” (Ocáriz, “La vocación al Opus Dei como vocación en la Iglesia”, en OIG, p. 179). De ahí que sería equivocado considerar a los fieles casados de la Prelatura como una aproximación a la categoría de miembro del Opus Dei, de la que los célibes representarían la perfección; como, desde otra perspectiva, considerar el matrimonio como un elemento definidor de la secularidad. Todos, célibes y casados, son igualmente miembros del Opus Dei y todos son plenamente seculares.

Puede por eso decirse que el modo de pensar y de expresarse de san Josemaría “obedeció en todo momento a un planteamiento equivalente al que hoy solemos designar como «eclesiología de comunión»: habló siempre, en efecto, de una multiplicidad de situaciones, funciones y tareas, todas ellas dotadas de dignidad intrínseca, que, precisamente en su diversidad, se complementan contribuyendo a la perfección, y a la eficacia apostólica, del conjunto»” (Illanes, “Iglesia en el mundo: la secularidad de los miembros del Opus Dei”, en OIG, p. 292). En suma, “la llamada universal a la santidad y al apostolado, con todo lo que implica –el reconocimiento de la apertura a una misma plenitud de vida cristiana en y desde todas las situaciones y condiciones humanas–, se encuentra recogida incluso en la configuración estructural del Opus Dei, haciendo posible que la Prelatura cumpla eficazmente la misión de proclamarla y difundirla desde el interior de las más diversas realidades temporales” (ibidem).

Laurent Touze

Bibliografía

Ernst Burkhart - Javier López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría. Estudio de teología espiritual, I, Madrid, Rialp, 2010; Santiago Casas Rabasa, “Las relaciones escritas de San Josemaría sobre sus visitas a Francisco Morán (1934-1938)”, SetD, 3 (2009), pp. 371-411; José Luis Gutiérrez, “El laico y el celibato apostólico”, Ius Canonicum, 26 (1986), pp. 209-240; José Luis Illanes, “Iglesia en el mundo: la secularidad de los miembros del Opus Dei”, en OIG, pp. 289-295; Id., La santificación del trabajo. El trabajo en la historia de la espiritualidad, Madrid, Palabra, 2001 rev. y act.; Mauro Leonardi, Come Gesù. L’amicizia e il dono del celibato apostolico, Milano, Ares, 2011; Fernando Ocáriz, “La vocación al Opus Dei como vocación en la Iglesia”, en OIG, pp. 179-188; Álvaro del Portillo, “Celibato”, en GER, V, cols. 450-454 (recogido en Álvaro del Portillo, Rendere amabile la verità. Raccolta di scritti di Mons. Alvaro del Portillo, pastorali, teologici, canonistici, vari, Città del Vaticano, Libreria Editrice Vaticana, 1995, pp. 311-321).