Mi trabajo como oncóloga infantil

Como oncóloga pediátrica en un hospital, María del Pilar Ovalle despliega su vocación profesional de médico para intentar aliviar a sus pacientes y familias con dos armas: la medicina y la fe. La cuarta protagonista de 9 historias, en el aniversario de los 90 años de las mujeres en el Opus Dei, nos cuenta cómo da sentido a su trabajo con niños enfermos.

Piluca, como le dicen cariñosamente, trabaja como Oncóloga Infantil en el Hospital Sótero del Río.

Como Oncóloga Infantil del Hospital Sótero del Río, a María del Pilar Ovalle le toca vivir a diario “el misterio del dolor”, pues sus pacientes son niños cuya enfermedad es un duro golpe para ellos y sus familias. San Josemaría hablaba en numerosas ocasiones sobre este tema y señalaba que “la relación entre el dolor y el amor es muy fuerte”. Por eso, sin dejar de buscar una respuesta al sentido del sufrimiento, Piluca intenta poner en su trabajo el ingrediente del amor. Algo que “respiró” en su familia. “El amor a Dios y a la Obra siempre han estado presentes, de modo muy natural, en mi familia. Mis papás lo transmitían con su ejemplo, en un ambiente de mucha libertad. Sin duda, como decía San Josemaría, a ellos les debo en gran parte mi vocación, aunque con los años me he dado cuenta que Dios me puso precisamente en esa familia porque quería que yo fuera numeraria".

Piluca, como le dicen cariñosamente, estudió Medicina en la Universidad de los Andes y luego hizo la especialidad de Pediatría en la Universidad Católica. Inicialmente quería dedicarse a la oncología, pero durante la beca tuvo una paciente con cáncer que sufrió mucho, por lo que descartó esa opción por el momento y comenzó a trabajar en el Servicio de Pediatría del Hospital Dr. Sótero del Río y en la Red Salud UC Christus con niños “NANEAS” (niños y adolescentes con necesidades especiales de atención de salud), que padecen enfermedades crónicas complejas como insuficiencia hepática, diálisis crónica, alimentación intravenosa, etc. Estos niños requieren largas hospitalizaciones, incluso de varios meses, que implican mucho desgaste. Fue un período no sólo de desarrollo profesional, sino también su primer contacto más prolongado con el dolor de los niños y sus padres, y le tocó acompañar a varios de ellos hasta su fallecimiento.

"No significa que no te afecte, sino que puedes acompañar a esos niños y a sus familias en cada etapa de su enfermedad. Para esto es fundamental el trabajo en equipo, porque no estás sola en este proceso"

De a poco se fue dando cuenta de que sí podría dedicarse a la oncología. “No significa que no te afecte, sino que puedes acompañar a esos niños y a sus familias en cada etapa de su enfermedad. Para esto es fundamental el trabajo en equipo, porque no estás sola en este proceso. También me ayuda mucho saber que, aunque el sufrimiento de los niños no deje de ser un misterio, ese dolor puede llegar a tener un sentido si se une al sufrimiento de Cristo y que Dios saca bienes mayores incluso de ese dolor” explica Piluca. Así, cuenta que la mamá de una paciente menor de un año, que estuvo muchos meses hospitalizada antes de fallecer, le explicaba como la enfermedad de su hija le había permitido desarrollar una capacidad de amar y de entregarse a los demás que nunca hubiera descubierto sin este sufrimiento.

Se dieron varias circunstancias que facilitaron que pudiera hacer la subespecialidad de oncología, tanto que no parecían simples coincidencias, sino que Dios me iba llevando por ese camino. Además, el hecho de haber trabajado esos años con niños con tratamientos complejos, me dio herramientas que han sido muy útiles para mi trabajo como oncóloga”. Piluca tuvo la oportunidad de hacer la subespecialidad en el Hospital Luis Calvo Mackenna que forma parte del PINDA, programa nacional de cáncer infantil que atiende en forma integrada y multidisciplinaria a más del 80% de los niños de Chile, con protocolos estandarizados para los hospitales que pertenecen a ese programa, en el que se da una gran cooperación entre ellos y con otros centros internacionales.

Al finalizar su período de formación comenzó a trabajar en la Unidad de Oncología del Hospital Sótero del Río, que también forma parte del PINDA, lugar en el que trabaja hasta ahora.

A Piluca le ha tocado trabajar protegida durante este tiempo de pandemia por el covid-19, para evitar contagiar a los niños con cáncer.

Lo que aprendo de los padres

“Cuando se habla de cáncer infantil, inmediatamente la reacción es de tristeza. Pero aunque el proceso es lento, la mayoría de los niños se mejora. Lo duro para nosotros es que desde el momento del diagnóstico, los médicos sabemos cuáles son los niños que tendrán bajas probabilidades de sobrevivir”, explica. Piluca cuenta que habla con Dios de su trabajo y del sufrimiento de los niños enfermos. “En mis momentos de oración, voy poniendo a cada uno de mis pacientes delante de Dios. Tengo la certeza de que ese dolor de niños inocentes, unido al de Jesús, ayuda a redimir el mundo”. Cuenta que con algunas familias, según sus circunstancias, se da la oportunidad de hablar de Dios, porque buscan en Él la fortaleza para vivir este periodo tan duro.

Cuenta que con algunas familias, según sus circunstancias, se da la oportunidad de hablar de Dios, porque buscan en Él la fortaleza para vivir este periodo tan duro.

Cada familia tiene sus tiempos y como equipo los van acompañando en ese proceso. A varios de ellos, la fe en Dios los ayuda a sostenerse y en algunos casos la enfermedad ha sido el determinante para que vuelvan a rezar o bauticen a sus niños.

La mayoría de los padres de sus pacientes tienen entre 20 y 30 años, con historias de vida difíciles, que les han dejado heridas profundas. Para algunos de ellos el cáncer de sus hijos es una oportunidad para crecer, para consolidar y reparar lazos rotos: “Yo he aprendido mucho de las mamás de mis pacientes. Me acuerdo en concreto de una de tan solo 20 años a la que vi madurar en muy pocos meses y en la etapa final, con una generosidad extraordinaria, elegir no continuar el tratamiento de su hijo de dos años para evitarle más sufrimientos, porque la posibilidad de que se curara ya era bajísima”. Esto no significa que el equipo médico no haga nada, sino que el objetivo cambia y ya no es la curación, sino hacer todo lo necesario para aliviar su dolor y que pueda vivir su último tiempo junto a su familia del mejor modo posible. Le ha tocado vivir esta situación varias veces y siempre le vuelve a sorprender la generosidad de los padres, que buscan primero el bien de sus hijos, aunque implique perderlos a corto o mediano plazo. En una ocasión una mamá le decía que prefería que su hijo dejara de estar encerrado en un hospital y viviera su vida de niño el tiempo que le restaba de vida.

Encontrar a Dios en la enfermedad y el dolor

Piluca cuenta que también aprende mucho de los niños enfermos, porque para los más pequeños lo único real es el tiempo presente y asumen el dolor y la enfermedad con una naturalidad que no ha visto en los adultos. “Cuando muere un niño duele mucho, pero como son inocentes, tengo la seguridad de que están en el cielo y eso me da mucha paz”. Como equipo médico intentan poner todos los medios y buscar los mejores tratamientos para que cada niño mejore, pero como no siempre es posible, más que como un fracaso, intentan comprender el misterio de esa corta vida. En este proceso la han ayudado mucho algunas de las otras doctoras del equipo: “Me acuerdo de un momento en que yo me quejaba porque no habíamos logrado que un paciente mejorara por circunstancias que ya no podíamos controlar y una de ellas, que por cierto es evangélica, me ayudó a considerar que Dios permite también esas circunstancias para aceptar su voluntad, aunque a veces sea dolorosa”.

En el hospital donde Piluca trabaja hay capellán y eso permite que los pacientes puedan recibir los sacramentos. Hoy recuerda con especial cariño a un niño de 12 años, católico y muy piadoso, que recibía la Comunión todos los días. Me decía que lo asustaba la muerte; conversamos que en ese momento estaría con su familia, la gente del hospital y que lo vendrían a buscar Jesús y la Virgen. Pocos días antes de morir, me contó que ya no estaba asustado, porque estaba esperando a Jesús y a María”. También recuerda el caso de un paciente con un problema similar al del niño chileno del milagro de la beatificación de don Álvaro del Portillo, al que la familia empezó a encomendarle a su hijo, rezando su estampa con mucha devoción. Hace poco se encontró con la madre de una niña que quedó tetrapléjica a los 10 años, a la que había dado una estampa de san Josemaría hacía bastante tiempo, y de la que inicialmente ni siquiera se acordaba. La madre le contó que san Josemaría la había ayudado a encontrar a Dios en la enfermedad y el dolor.

"Me ayuda saber que, además, mi trabajo es un lugar de encuentro con Dios"

“Me gusta acompañar a los niños que sufren, estar con ellos y sus familias y tratar de aliviarlos. Me ayuda pensar que en cada uno de ellos puedo ver a Jesús, servir a Jesús y también “ser Jesús”, al prestarle las manos y la voz para servirlos como le gustaría hacerlo físicamente al mismo Señor.

El equipo con el que trabajo es muy comprometido y un gran apoyo. Buscamos hacer nuestro trabajo lo mejor posible para conseguir la curación y el alivio de esos niños. Pero a mí me ayuda saber que, además, mi trabajo es un lugar de encuentro con Dios”, explica Piluca.