“La vida era tranquila sin Dios, ¿para qué complicarse?”: relato de una conversión sencilla

Magdalena es una joven madre de Filipinas que había aparcado la fe a los 19 años. Y vivía una vida serena. Sin embargo, la ausencia de Dios se hizo demasiado pesada. Así lo relata en este testimonio.

Crecí en una Filipinas muy católica y fui bautizada por el rito romano, como la mayoría de los filipinos. Pero luego no fui educada en el catolicismo y, desde muy joven, me distancié de la fe, hasta que me declaré atea a los 19 años.

Unos años después, vivía ya con un buen hombre y era madre de un niño pequeño. Mi marido y yo éramos los típicos no creyentes de hoy: llevábamos una vida decente y teníamos altos principios, pero Dios y la religión carecían de importancia en nuestro mundo. No veíamos la necesidad de creer. La vida era bella sin Dios, ¿para qué complicarse?

Y entonces, un día, sin muchos preámbulos, entré en un profundo estado de confusión interior. Apenas había pensado en Dios y de repente, como si alguien hubiera accionado un interruptor, no podía dejar de pensar en Él: ¿existe Dios? ¿Qué religión es la correcta? Si es real, ¿qué debo hacer? ¿Y qué me está pasando?

Así que me puse a rezar. Y Dios empezó a hacerme regalos muy variados. Los dos más valiosos fueron un deseo inexplicable de confesarme (cosa que nunca había hecho antes) y un hambre real y corporal de la Eucaristía (que, por el momento, no podía recibir). De alguna manera, sabía que tenía que volver a la Iglesia católica, pero ¿cómo?

Pedí ayuda a unos amigos, pero los caminos que me propusieron no me decían nada. Me agarraba con esperanza a una pequeña y extraña oración que había aprendido a rezar cada día, y que me reconfortaba mucho: el Santo Rosario.

El aroma de Cristo

Google también hizo su parte (aunque lógicamente menor): un día por casualidad me ofreció un vídeo de YouTube en el que se hablaba de cómo los fieles y amigos del Opus Dei reciben de la Obra formación espiritual personal. Aquello me gustó.

Conocí así a una amable supernumeraria del Opus Dei de mi ciudad, quien me acompañó en mi crisis de fe. Durante varios meses, me enseñó el Catecismo básico, me ayudó a preparar mi primera confesión, me explicó cómo preparar mi matrimonio dentro de la Iglesia, y organizó mi Confirmación. Incluso me orientó para que pudiera bautizar a mi hijo en la parroquia.

Cuando todo estaba encarrilado, mi marido me dijo que, por cuestiones de trabajo, tendríamos que trasladarnos a Jerusalén. Entonces el Señor me hizo otro regalo: mi amiga del Opus Dei me dijo que ella iría en esas mismas fechas en peregrinación a la Ciudad Santa, donde pude conocer a la gente de la Obra de Tierra Santa.

Así que allí estaba yo, la antigua “pagana” que llegaba “recién nacida” a la fe a Tierra Santa, recorriendo los mismos caminos que había visto Nuestro Señor y su Madre. Sé que el Señor me ha buscado y se lo agradezco con toda el alma; y ahora sé, gracias a san Josemaría, que cada mañana Dios me sigue buscando, en lo pequeño y en lo grande. Espero “dejarme encontrar” sin poner obstáculos, porque no hay nada mejor que convertirse cada día.