Más de 40 años de tarea pastoral en los Andes peruanos

El obispo gerundense Enric Pèlach explica en un libro, a sus 88 años, recuerdos de su tarea pastoral en los Andes peruanos. Ofrecemos un fragmento.

El gerundense Enric Pèlach, obispo emérito de Abancay (Perú), explica a sus 88 años su «infatigable tarea pastoral» en el libro "Abancay. Un obispo en los Andes peruanos". El volumen relata sus viajes apostólicos, su tenaz tarea social en beneficio de los pobres y desplazados y su trabajo en favor de las vocaciones sacerdotales.

El obispo emérito nació el 1917 en Girona. Desde su infancia ya quería ser misionero. Ingresó en el seminario de Girona y estudió en la Universidad Gregoriana de Roma. En el año 1949 conoció a San Josemaría Escrivá, un encuentro decisivo en su vida. En 1952 pidió la admisión en la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz. Al ser creada la Prelatura Nullius de Yauyos, en 1957, encomendada por la Santa Sede al Opus Dei, fue uno de los cinco primeros sacerdotes que llegaron al Perú para iniciar la tarea misionera junto a monseñor Ignacio de Orbegozo. Hasta el 2004 trabajó allí incansablemente, primero en Yauyos y desde 1968 como obispo de Abancay.

Pèlach asegura que era un «joven que se imaginaba lejos de casa de sus padres», después un «sacerdote que soñaba con ser misionero» y que «gracias a Dios y al Opus Dei llegó a los Andes del Perú y a Abancay».

Ofrecemos un fragmento del libro de sus recuerdos, que ha sido editado por la editorial Rialp:

Villancicos en castellano y en quechua La iglesia estaba repleta de gente esperándonos y cantando villancicos en castellano y sobre todo en quechua. Nos sentamos a confesar media hora. Yo celebré la Santa Misa y Don Ignacio siguió confesando hasta el final.

Después, mientras preparaban el almuerzo, nos echamos a dormir una hora en dos camas que nos prestó un maestro en su casa. No había aún casa parroquial en Alis. Y ¡vaya si dormimos!...como niños, durante los sesenta minutos, hasta que nos llamaron para comer con las autoridades, los maestros y algunas personas más. Era el día de Navidad y para la comida habían preparado cuyes rellenos, papas ancochada, rocotomu y picante, choclo tierno–mazorcas de maíz–,queso y un tazón de hierbabuena muy caliente.

Don Ignacio nos divirtió y entusiasmó a todos, contando con gracia y buen humor diversas historias. La sobremesa se alargó hasta la media tarde, momento en que partimos para Tomas, el pueblo siguiente según nuestro programa. Debíamos llegar aprovechando la trocha carrozable de la mina de Yauricocha, que sigue el curso del río, quebrada abajo. El viaje duró dos horas. Al anochecer llegamos a Tomas. Nos esperaba la gente. Tenían ya montado un monumental pesebre, en medio del presbiterio. Les ayudamos a colocarlo a un lado, para dejar libre el altar. Acostumbrados a no tener Misa por Navidad, lo habían colocado así para cantar y danzar con holgura ante la imagen del Niño–Dios.

Mientras unos seguían acomodando el nacimiento, otros aprovecharon para confesarse. Seguidamente comenzó la Santa Misa. Por ser un pueblo de pastores, la juventud interpretó tres danzas pastoriles bellísimas durante la Misa. La primera en el momento del ofertorio presentando al Niño–Dios corderitos adornados con cintas rojas y blancas, los colores de la bandera peruana. La segunda, muy fina y devota, después de la consagración, como un acto de adoración al Niño. La tercera al final de la Misa, cantando al Niño y sumándose y a todo el pueblo. Era una expresión de religiosidad popular de una sencillez encantadora y piadosa. Don Ignacio les felicitó emocionado. ¿La iglesia siempre cerrada? Al día siguiente, 26 de diciembre, Don Ignacio celebró la Santa Misa con asistencia de todo el pueblo. Yo la celebraría en Piños a media tarde, pueblo donde me pidieron “conjurar” a una mujer y a su hijita. ¿Qué es conjurar? Yo debía de rezar para que se le pasara un susto. Resulta que de noche había entrado un puma al pueblo. Al puma le ladró un perrito que fue perseguido por la fiera hasta alcanzarlo en la cocina bajo las faldas de la mujer con gran espanto de esta y de su niña. Les di la bendición y se quedaron tranquilas y felices.

En Carania, el pueblo siguiente, nos alojamos en la casa del alcalde, que era el herrero del pueblo, hombre fuerte, conversador y simpático. Su mujer nos sirvió un rico caldo de cordero, en el que no faltaban la carne y las papas. El alcalde, por su parte, nos preparó la cama: sobre unas tablas puso, para cada uno, tres cueros de buena lana de oveja merino de su rebaño, y ¡qué bien dormimos!

Al día siguiente muy temprano acudimos a la iglesia. En la gran puerta de entrada alguien había escrito con tiza:

“Triste es mi pueblo la Iglesia siempre cerrada sin velas, sin flores, siempre cerrada. ¡¡¡Triste es mi pueblo!!!”

Lo leímos y nos quedamos pensativos; lo interpretamos como un clamor de nuestros Andes pidiendo sacerdotes. A la Santa Misa acudió todo el pueblo, que no se cansaba de cantar villancicos llenos de gozo y respeto. Desayunamos y nos subimos a los caballos. Nos faltaba la etapa final de doce horas, pasando otra vez el collado de la Huacha, con sus 5.300 metros de altura.